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lunes, 1 de noviembre de 2010

Vigilar y castigar: las disonancias chinas

Cómo se controla la vida pública y privada en la nueva potencia mundial

El filósofo esloveno hace aquí lo que pocos pueden: explicar de manera simple cómo funciona la dualidad de poderes que maneja la política, la economía y la sociedad chinas. “El aparato de Estado y el sistema legal son duplicados por instituciones del Partido literalmente ilegales”, cuenta Zizek, y describe cómo funcionan los mecanismos internos y los poderosos y largos brazos del Partido Comunista chino, y cómo canaliza su desconfianza fundamental hacia el Estado. Secretos y misterios de la vida interna de un país siempre a punto de explotar.

Por Slavoj Zizek

    Mao Tse Tung. Su nombre sigue siendo celebrado como el del padre
    fundador de la nación.

El discurso de Nikita Kruschev de 1956, en el que denunciaba los crímenes de Josef Stalin, fue un verdadero acto político. Según William Taubman, después del discurso, “el régimen soviético nunca se recuperó completamente, y tampoco Kruschev”. Aunque los motivos oportunistas para atreverse a hacer esa jugada son bastante simples, hubo en ello más que mero cálculo, una especie de exceso temerario que no puede ser explicado por el razonamiento estratégico. Después de ese discurso, las cosas no volvieron nunca a ser las mismas, el dogma fundamental del liderazgo infalible había sido socavado, de modo que no es de asombrarse que, como reacción al discurso, la nomenclatura completa se haya hundido en una parálisis temporaria.

Durante el discurso de Kruschev, una docena de delegados sufrió colapsos nerviosos y tuvo que recibir asistencia médica; uno de ellos, Boleslaw Bierut, el secretario general del Partido Comunista polaco, hombre de la línea dura, murió de un ataque al corazón. (El escritor modelo estalinista Alexander Fadeyev se pegó un tiro unos días más tarde.) El punto no es que fueran “comunistas honestos” –la mayoría de ellos eran manipuladores brutales, sin ninguna ilusión subjetiva acerca de la naturaleza del régimen soviético–. Lo que se quebró fue la ilusión “objetiva”, la figura del “gran Otro” contra cuyo telón de fondo ellos podían ejercer sus despiadados manejos de poder: el Otro en el cual proyectaban sus creencias, el Otro que por así decir creía en nombre de ellos, su sujeto-supuesto-creer desintegrado.

La apuesta de Kruschev era que una confesión (limitada) como ésa fortalecería al movimiento comunista –y, a corto plazo, estaba en lo cierto: uno siempre debería recordar que la era Kruschev fue el último período de entusiasmo comunista, de fe en el proyecto comunista–. Cuando, durante su visita a los Estados Unidos en 1959, Kruschev lanzó su famoso desafío al pueblo norteamericano, aquella declaración de que “sus nietos serán comunistas”, efectivamente estaba manifestando la convicción de toda la nomenclatura soviética. Después de su caída en 1964, prevaleció un cinismo resignado, de modo que el intento de Mijail Gorbachov de una confrontación más radical con el pasado (rehabilitaciones, incluyendo a Bujarin, aunque –al menos para Gorbachov– Lenin seguía siendo el punto de referencia intocable, y Trotsky seguía siendo una no-persona).

Fuente: http://www.diarioperfil.com.ar/ Edición Impresa del Diario Perfil, "Cultura" del domingo 31/10/10

Carlos Alberto Da Silva

La negación fetichista. La razón por la que uno debería recordar estos hechos es poder confrontarlos con la manera china de romper con el pasado maoísta: como lo demuestra Richard McGregor en su libro The Party (El partido), con las “reformas” de Deng Xsiao Ping, los chinos procedieron de una manera radicalmente diferente, virtualmente opuesta. Mientras que, en el nivel de la economía (y al menos hasta cierto punto, el de la cultura), lo que se percibe habitualmente como “comunismo” fue abandonado y se abrieron de par en par las puertas a lo que, en Occidente, se llama “liberalización” (propiedad privada, fines de lucro, el estilo de vida del hedonismo individualista, etc.), el Partido mantuvo su hegemonía ideológico-política –no el sentido de la ortodoxia doctrinaria (en el discurso oficial, la referencia confuciana a la “Sociedad Armoniosa” reemplazó prácticamente a la referencia al comunismo), sino en el de mantener la hegemonía política incondicional del Partido Comunista como única garantía de la estabilidad y la prosperidad de China.

La consecuencia inmediata de esta presión para mantener la hegemonía es monitorear y regular estrechamente el discurso ideológico sobre la historia china, especialmente la historia de los dos últimos siglos: es el cuento, contado con infinitas variaciones por los medios estatales y los libros de texto, de la humillación china desde la Guerra del Opio en adelante, que sólo terminó en 1949 con la victoria comunista, de modo que ser patriota es apoyar al Partido Comunista. Ese papel legitimador de la historia, desde luego, no puede tolerar ninguna autocrítica sustancial: los chinos aprendieron la lección del fracaso de Gorbachov: el reconocimiento total de los “crímenes fundacionales” derrumba todo el sistema. Los “crímenes fundacionales” del régimen, por lo tanto, tienen que ser negados: es verdad, se denuncian algunos “excesos” y “errores” maoístas (el Gran Salto Adelante, la Revolución Cultural), y la apreciación de Deng sobre el papel de Mao (70 por ciento positivo, 30 negativo) queda fijada dentro de la fórmula oficial; pero esta apreciación funciona como una conclusión formal que vuelve superflua cualquier ulterior elaboración. De modo que, incluso si Mao es un 30 por ciento malo, todo el impacto simbólico de este reconocimiento es neutralizado y su figura continúa siendo celebrada como la del padre fundador de la nación, con su efigie en cada billete. Nos encontramos ante un claro caso de negación fetichista: aunque sabemos muy bien que Mao cometió errores y provocó inmensos sufrimientos, su figura permanece mágicamente incontaminada por estos hechos. De esta manera, los comunistas chinos pueden tener su torta y comérsela además: el cambio radical en la política social (la “liberalización” económica) se combina con una continuación de la supremacía del Partido, exactamente igual que antes.

Socialismo rentable. ¿Pero cómo funciona esta combinación en la práctica (institucional)? ¿Cómo combinar la hegemonía política del Partido con el moderno aparato de Estado que se necesita para regular un mercado económico en expansión? ¿Qué realidad institucional sustenta el eslogan oficial según el cual un buen desempeño en la bolsa de valores (un elevado rédito en las inversiones) es la manera de luchar por el socialismo? Vale decir, lo que tenemos en China no es simplemente economía privada capitalista y poder político comunista: uno debería tener presente que, a través de una serie de canales transparentes y no tan transparentes, el Estado y el Partido poseen la mayoría de las compañías (especialmente las grandes) –es el Partido mismo el que les exige que se desempeñen bien en el mercado–. Para resolver este aparente punto muerto, Deng concibió un singular sistema dual: el aparato de Estado y el sistema legal son duplicados por instituciones del Partido literalmente ilegales, o, tal cual lo plantea sucintamente He Weifang, un profesor de leyes de Beijing: “Como organización, el Partido se sitúa fuera y por encima de la ley. Debería tener una identidad legal, en otras palabras, una persona a la que demandar, pero ni siquiera está registrado como organización. El Partido existe absolutamente por fuera del sistema legal” (página 22).

Es como si, en palabras de Walter Benjamin, la violencia que funda el Estado siguiera presente, encarnada en una organización con un status legal difuso: “Parecería que es difícil ocultar una organización tan amplia como el Partido Comunista, pero éste cultiva con mucho cuidado su papel tras bastidores. Los grandes departamentos del Partido que controlan al personal y a los medios mantienen un perfil público deliberadamente bajo. Los comités partidarios (conocidos como “pequeños grupos de dirección”) que orientan y dictan políticas a los ministerios, cuyo trabajo consiste por su parte en ejecutarlas, funcionan fuera de la vista de la población. En los medios controlados por el Estado rara vez se hace referencia a la composición de esos comités, y en muchos casos a su mera existencia, por no hablar de alguna elucidación del modo en que arriban a sus decisiones” (página 21).

Una anécdota de los tiempos de Deng Xiao Ping ilustra este curioso estatus de la jerarquía del Partido: cuando Deng aún vivía, aunque ya estaba retirado del puesto de secretario general del Partido Comunista chino, uno de los más altos miembros de la nomenclatura fue purgado, y la razón oficial que se dio a la prensa fue que, en una entrevista con un periodista extranjero, divulgó un secreto de Estado, es decir, que Deng seguía siendo la autoridad suprema que tomaba las decisiones efectivas. La ironía del caso es que ese hecho era de conocimiento general: todo el mundo sabía que Deng aún pulsaba las cuerdas, estaba en todos los medios continuamente; la diferencia se refería únicamente al gran Otro –el hecho jamás fue declarado oficialmente–. De modo que el secreto no es simplemente un secreto: se deja conocer en tanto que secreto, es decir, no solamente se supone que la gente no sabe que la estructura oculta del Partido funciona como un doble de las agencias estatales; se supone que está absolutamente al tanto de su existencia como red oculta.

El poder del Partido. El primer plano de la escena está ocupado por “el gobierno y otros organismos del Estado, que se comportan ostensiblemente como lo hacen en muchos países” (página 14): el ministro de Finanzas propone el presupuesto, las cortes discuten los veredictos, las universidades enseñan y conceden títulos, incluso los sacerdotes ofician rituales. Así, por una parte, tenemos el sistema legal, gobierno, Asamblea nacional electa, Poder Judicial, imperio de la ley, etc. Pero –como lo indica la expresión, utilizada oficialmente, “el liderazgo del Partido y el Estado”, con su precisa jerarquía de quién viene primero y quién segundo– esta estructura del poder del Estado está duplicada por el Partido que es omnipresente, aunque permanece en segundo plano. Hay, desde luego, muchos estados, incluso algunos formalmente democráticos, en los que un club exclusivo o una secta semi secreta controlan de facto el gobierno; en la Sudáfrica del apartheid, era la exclusiva Hermandad boer. En cualquier caso, lo que hace de China un caso único es que esta duplicación del poder en poder público y poder oculto está en sí mismo institucionalizada, llevada adelante abiertamente.

Toda decisión sobre nombramientos de personas en sus cargos (en órganos del Partido y del Estado, pero también los altos directivos de las grandes compañías) son tomadas en primer lugar por un cuerpo del Partido, el “Departamento de Organización Central”, cuyo enorme edificio-sede en Beijing no tiene número de teléfono declarado ni signo alguno que indique aquello que alberga en su interior; una vez que la decisión está tomada, los órganos legales (juntas estatales, consejos de dirección) son informados y pasan por el ritual de confirmarla mediante un voto. El mismo doble procedimiento –primero en el Partido, después en el Estado– se reproduce en todos los niveles, hasta las decisiones sobre políticas económicas básicas que son debatidas primero en los órganos del Partido y, una vez que se ha alcanzado una decisión, promulgadas formalmente por cuerpos de gobierno

Esta brecha que separa el puro poder voluntarista, que está por encima de la ley, de los cuerpos legales, es más palpable en la lucha anticorrupción: cuando existe una sospecha de que algún alto funcionario está involucrado en un caso de corrupción, la Comisión Central para la Inspección de Disciplina, un órgano del Partido, entra en escena e investiga los cargos sin atenerse a ninguna delicadeza legal: ellos básicamente secuestran al funcionario sospechoso y pueden retenerlo hasta un lapso de seis meses, sometiéndolo a duros interrogatorios. Cosa significativa, la única limitación impuesta a los interrogatorios es el grado hasta el cual el funcionario sospechoso está protegido por algún cuadro destacado del Partido, por ejemplo un miembro del Politburó. Una vez que se llega a un veredicto (y este veredicto no solamente depende de los hechos que se descubran sino que también es el resultado de las complejas negociaciones detrás de escena entre diferentes camarillas del Partido), y si el funcionario es encontrado culpable, es finalmente entregado a los órganos de la ley; al llegar a este nivel, las cosas ya están decididas y el juicio es una formalidad –lo único negociable (a veces) es la longitud de la sentencia.

El problema, desde luego, es que el Partido mismo, con su compleja red fuera del control público, es la fuente última de corrupción. El círculo interno de la nomenclatura, los más altos funcionarios del Partido y del Estado, así como los ejecutivos, están conectados a través de una red telefónica exclusiva, la “Máquina Roja”; poseer uno de sus números no registrados es el más claro indicador del status de uno. Pero, ¿de qué habla la gente cuando usa la Máquina Roja? “Un viceministro me contó que más de la mitad de las llamadas que recibía eran pedidos de favores para oficiales de alto rango dentro del Partido, en la línea de: ‘¿Puede usted conseguirle un empleo a mi hijo, hija, sobrina, sobrino, primo, buen amigo o alguien por el estilo?’” (página 10). Fácilmente puede uno imaginar aquí una escena con reminiscencias de El castillo de Kafka, cuyo héroe (K.) se conecta accidentalmente con una línea telefónica exclusiva del castillo; al escuchar por casualidad la conversación entre dos altos funcionarios, sólo oye un intercambio de susurros obscenamente erotizados. Del mismo modo, uno puede imaginar a un chino, un hombre ordinario, que accidentalmente se conecta a una conversación en la Máquina Roja: cuando espera oír altas decisiones o debates políticos o militares del Partido, se ve abrumado por sucios intercambios privados relacionados con favores personales, corrupción, sexo...

La revelación misteriosa. Cada ocho años más o menos, en un congreso del Partido, el nuevo centro del poder –los nueve miembros del Comité Permanente del Politburó– es presentado como una revelación misteriosa, sin ningún debate previo; el procedimiento de selección conlleva negociaciones tras bambalinas, complejas y totalmente opacas, de modo tal que los delegados reunidos que aprueban unánimemente la lista sólo se enteran de ella en el momento en que la votan. En cuanto a la cúspide personal del Poder, por regla general (pero no siempre) unifica tres títulos: presidente de la República, secretario general del Partido, y jefe de las fuerzas armadas (“presidente de la Comisión Militar Central”), siendo los últimos dos títulos mucho más importantes que el primero.

El Ejército de Liberación Popular es un ejército completamente politizado, que sigue el lema de Mao de que “el Partido dirige el arma”: si en los estados burgueses se supone que el ejército es una fuerza apolítica, neutral, sin afiliación política, que meramente protege el orden constitucional, para los comunistas chinos un ejército despolitizado es la mayor amenaza imaginable, dado que el ejército es la garantía última de que el Estado va a continuar subordinado al Partido –para decirlo en la jerga de Hegel, toda la estructura de poder china forma un silogismo, con el Estado como lo Universal, el Partido como lo Particular, y el Ejército como lo Singular que media entre lo Universal y lo Particular y sustenta su unidad.

Si ha de funcionar, semejante estructura tiene que apoyarse en una combinación precisa de fuerza bruta y cortesía. Si el Partido ha de actuar fuera de la ley, sus intervenciones tienen que estar sustentadas y reguladas por un complejo conjunto de reglas no escritas que determinan cómo se espera que uno obedezca y siga las decisiones del Partido, aunque uno no está formalmente obligado a hacerlo. No es de extrañarse que los ejecutivos que hacen negocios en China se quejen de lo frustrante que es para ellos descubrir que los funcionarios y gerentes chinos no se apoyan en regulaciones legales explícitas, a la manera en que eso sucede en Occidente: uno tiene que conocer las reglas no escritas y las costumbres que le dictan lo que realmente debe hacer.

De modo que podemos tornar más compleja la fórmula de Partido-Estado como la característica definitoria del comunismo del siglo XX: siempre hay una brecha entre los dos, que corresponde a la brecha entre la Ley simbólica y el superego, esto es, el Partido sigue siendo una sombra obscena y semioculta que duplica la estructura del Estado. No hay necesidad de reclamar una nueva política de distancia con respecto al Estado: el Partido es esa distancia, su organización encarna una especie de desconfianza fundamental hacia el Estado, sus órganos y mecanismos, como si éstos tuvieran que ser controlados, mantenidos bajo inspección, todo el tiempo. Un verdadero comunista del siglo XX jamás acepta el Estado plenamente: siempre tiene que haber un organismo vigilante fuera del control de la ley (estatal) y con poder para intervenir en el Estado.

¿Podemos simplemente caracterizar este modelo como no-democrático? Semejante calificación (y la implícita preferencia ético-política por el modelo democrático en el que los partidos están –formalmente, al menos– subordinados a los mecanismos estatales) cae en la trampa de la ficción legal democrática, ignorando el hecho de que, en una sociedad “libre”, la dominación y la servidumbre se localizan en la esfera económica “apolítica” de la propiedad y el poder de gestión. Es allí donde la distancia del Partido con respecto a los aparatos de Estado y su capacidad para actuar más allá de las limitaciones legales proporcionan una extraordinaria puerta de acceso para actuar “ilegalmente” no sólo en interés de mejores decisiones de negocios que aquellas que son generadas por la espontaneidad del mercado, sino también –en ocasiones– en interés de los trabajadores, protegiéndolos contra el impacto ciego de las fuerzas del mercado. Por ejemplo, después de que la crisis financiera de 2008 golpeara también a China, la reacción espontánea de los bancos chinos fue seguir el cauteloso proceder de los bancos occidentales y restringir radicalmente los préstamos de dinero a las compañías que querían seguir adelante con la expansión. Informalmente (sin que ninguna ley lo legitimara para hacerlo), el Partido simplemente ordenó a los bancos que lanzaran créditos, y así (al menos hasta ahora) tuvo éxito en sustentar el crecimiento de la economía china. Lo mismo vale para las inversiones en ecología: los gobiernos occidentales se quejan de que sus compañías no pueden competir con las compañías chinas que manufacturan tecnología verde, debido a que las compañías chinas están recibiendo apoyo financiero de su gobierno... ¿pero dónde está el daño de apoyar la tecnología verde? ¿Por qué Occidente no sigue simplemente a China y hace lo mismo?

Pero China no es Singapur (e, incidentalmente, tampoco es Singapore): no es un país estable con un régimen autoritario que garantiza la armonía y mantiene así bajo control las dinámicas capitalistas –cada año, miles, incluso decenas de miles de caóticas rebeliones de obreros, granjeros, minorías, etc., tienen que ser aplastadas por la policía y el ejército–. No es de asombrarse que la propaganda oficial insista obsesivamente en el tema de la sociedad armoniosa: pues este mismo exceso da testimonio de lo contrario, de la amenaza del caos y el desorden. Uno debería aplicar aquí la regla básica de la hermenéutica estalinista: puesto que los medios oficiales no informan abiertamente sobre los conflictos, la manera más confiable de detectarlos es rastrear los excesos positivos en la propaganda estatal –cuanto más se celebre la armonía, más caos y antagonismo debe de haber–. China está llena de inestabilidades, a duras penas controladas, que amenazan con explotar.

Traducción: Ariel Dilon

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