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martes, 22 de febrero de 2011

Sobre la autoridad interpretativa de la Corte Interamericana y la necesidad de conformar una verdadera comunidad internacional de principios

Fernando Basch
Borrador de la exposición efectuada durante las Jornadas "Una Constitución para el nuevo siglo" desarrolladas en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires durante los días 18 y 19 de mayo de 2010, organizadas por la Cátedra del Dr. Gargarella e Igualitaria (Centro de Estudios sobre Democracia y Constitucionalismo www.igualitaria.org )

La decisión política de establecer un sistema jurídico-institucional sobre la base de una constitución escrita contiene la de fijar una o distintas autoridades interpretativas del texto constitucional. En el caso de que las autoridades interpretativas sean múltiples, la necesidad de que exista claridad normativa y consistencia jurídica hace conveniente que exista una autoridad interpretativa constitucional final, es decir alguna agencia estatal a quien mirar en última instancia a la hora de buscar el significado y los alcances de las normas constitucionales escritas que puedan ser tomados como regla a seguir.

En Argentina tenemos un problema, y tiene que ver con la ausencia de una decisión clara y cierta respecto de qué órgano ejerce como autoridad interpretativa final de un conjunto de normas que son parte de nuestra constitución: aquellas que integran los tratados internacionales de derechos humanos enumerados en el artículo 75 inciso 22, y las que pertenecen a los otros pactos que recibieron igual jerarquía a través del procedimiento de mayorías calificadas previsto en aquella cláusula. 1

Como estos tratados –o, en algunos casos, protocolos facultativos que los complementan- ponen en funcionamiento órganos encargados de controlar su cumplimiento e interpretar sus normas, el interrogante que se plantea es qué valor deben adjudicarle a sus interpretaciones normativas las autoridades judiciales nacionales. La pregunta es apropiada respecto de las interpretaciones formuladas por todos estos órganos –usualmente denominados órganos de control del cumplimiento de tal o cual tratado-, en tanto la constitución nada dice sobre el punto. Es posible que las soluciones constitucionales adecuadas respecto del valor a darle a las decisiones de cada uno de estos órganos difieran; se trata de agencias con distintas estructuras, misiones y modos de funcionamiento. En este breve trabajo me concentraré en el valor que debe darse a las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). El trabajo de este órgano judicial internacional es el que mayor atención ha concitado en Argentina, tanto de la academia como de los órganos –judiciales y políticos- con poder de decisión en el país. Sin embargo, la cuestión del valor que corresponde dar a sus decisiones en la construcción interpretativa del texto constitucional lejos está de haber sido saldada. Pensar acerca del valor de las decisiones de este tribunal puede servir como puerta de entrada para una reflexión más profunda acerca del significado de la decisión constitucional del año 1994 y de sus consecuencias en términos generales respecto de la interpretación constitucional en materia de derechos humanos. De aquí a diez años este problema debería estar resuelto, y posiblemente sea éste (el de la autoridad interpretativa de las decisiones de la Corte Interamericana) el primer nudo que haya que desenredar.

El problema que entonces invito a pensar es el siguiente: la Corte Interamericana define los alcances de normas que integran nuestra Constitución. De esa manera también determina obligaciones a cargo de agentes o agencias estatales (cuyo cumplimiento es considerado necesario para la efectiva protección de los derechos interpretados). El interrogante a responder es, ¿existe un deber de las autoridades judiciales nacionales de respetar las interpretaciones convencionales formuladas por el órgano judicial interamericano? Creo que ya es pisar sobre terreno firme sostener que el control de constitucionalidad debe incorporar ahora un control llamado “de convencionalidad” 2, es decir del apego de las normas de nuestro sistema a la Convención Americana 3. Pero ¿cuáles son los alcances de este control? Nuevamente, bastante claro está que las órdenes de la Corte Interamericana en casos contenciosos deben ser cumplidas. Pero ¿deben también seguirse las interpretaciones de la Corte IDH por fuera de los casos concretos en los que se las formula –ya sean contra la Argentina como contra otros estados-?

Carlos Alberto Da Silva

Sobre estos asuntos la Constitución calla y la interpretación constitucional, judicial y doctrinaria, es errática. Es cierto que la Corte estableció, incluso antes de la reforma de 1994, que las normas de los tratados ratificados deben ser cumplidas y que a esto el derecho interno no puede oponerse 4. También lo es que poco después de la reforma el máximo tribunal estableció que las decisiones de la Corte IDH deben ser tomadas como guía para la interpretación de las normas convencionales, y que agregó que las condiciones de vigencia de las normas de la Convención son aquellas que rigen “en el ámbito internacional y considerando particularmente su efectiva aplicación jurisprudencial por los tribunales competentes para su interpretación y aplicación.” 5 Por último, vale reconocer que en el último tiempo la Corte viene señalando que es deber de los poderes constituidos argentinos cumplir con las sentencias del tribunal interamericano 6, y que “el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana 7” . Pero aun así, es difícil descifrar una regla indiscutida en el sistema jurídico argentino respecto del valor tanto de las decisiones como de los estándares interpretativos del tribunal interamericano. La propia Corte Suprema no ha sido concluyente en cuanto a aceptar que ellos deban ser seguidos en todos los casos 8. La cuestión no parece saldada ni política ni jurídicamente.

Los rechazos a que la Corte IDH –y en general todo órgano internacional- se erija en autoridad interpretativa final de normas constitucionales pasan usualmente por dos argumentos: que aquello implicaría una inaceptable resignación de soberanía y que diferir a una esfera internacional la interpretación de nuestra constitución conspiraría ya de un modo excesivo contra el ideal del autogobierno del pueblo (este es el mismísimo argumento democrático contra el control de constitucionalidad, ahora reforzado por enfrentar un escenario en el que la última palabra constitucional quedaría reservada a funcionarios no sólo no elegidos directamente por el pueblo sino incluso extranjeros, y de cuerpos institucionales pertenecientes a estructuras externas a nuestro Estado Nacional) 9.

El blanco fundamental de estas posiciones no es el deber de cumplir las sentencias dictadas por la Corte IDH en casos contenciosos concretos contra la Argentina, sino la obligatoriedad general –fuera del caso en concreto bajo decisión- de las interpretaciones convencionales formuladas por la Corte IDH. En este sentido, la idea que subyace a este enfoque sería que la jurisprudencia de la Corte IDH únicamente tiene valor en el caso concreto en el que se enuncia, y no con relación a otros casos 10. Un primer comentario en reacción a esta posición es que parece autocontradictoria, pues el concepto mismo de jurisprudencia se compone de la idea del valor de la decisión –por su fuerza normativa- más allá del caso concreto en el que se la toma. Pero no nos detengamos en discusiones semánticas y vayamos a lo sustantivo.

No creo que el argumento sobre la pérdida de soberanía merezca demasiada atención en esta discusión. La decisión de someterse a tratados y órganos internacionales de protección de derechos humanos ha sido una decisión soberana, tomada por los poderes representativos de la voluntad popular a través de múltiples y consistentes decisiones 11 12. Por otro lado, la posibilidad de retirarse de los sistemas internacionales de protección permanece a disposición de las autoridades políticas, ningún estado extranjero se entromete con esta alternativa soberana. Finalmente, en una vena menos defensiva –y más relevante-, es evidente que la idea misma de los derechos humanos limita la soberanía estatal, y lo mismo puede decirse de la cuestión aquí en discusión en el sentido de que el estado ya no puede hacer lo que quiere con las personas que habitan el territorio bajo su dominio. Así las cosas, ¿desde qué moralidad política sería posible ver esto como algo objetable?

La objeción democrática sí es atendible y merece ser pensada detenidamente.

El control judicial de constitucionalidad es defendible –y deseable- siempre y cuando los jueces resuelvan de acuerdo con lecturas de la constitución que tengan que ver con los principios y tradiciones propias de la comunidad sometida a sus decisiones. Es cierto que para que puedan resolver el caso, marco generador de la interpretación constitucional, los jueces deben gozar de cierto nivel de separación de los poderes políticos y de los distintos sectores con poder de movilización e incidencia de la sociedad. Pero esto no significa que sea legítimo concebir su trabajo en aislamiento y con desinterés respecto de la vida política del pueblo al que sus decisiones se dirigen, ni que puedan abstraerse de los principios y compromisos compartidos por los distintos grupos sociales de la comunidad.

Una de las defensas contemporáneas más plausibles del control judicial de constitucionalidad, elaborada por Ronald Dworkin, descansa -en parte- en la idea de que las decisiones judiciales no dan expresión meramente a las visiones morales de los propios jueces, sino que son el resultado de procesos reflexivos constreñidos por principios compartidos por toda la comunidad. Esta restricción a la interpretación judicial de la constitución proviene de la necesidad de respetar lo que Dworkin denomina el principio de integridad 13. En contraste con la visión pragmática, que alienta a los jueces a interpretar la ley y decidir según sus propias miradas morales 14, bajo un sistema respetuoso del valor de la integridad los magistrados “deben verse a si mismos como socios de otros funcionarios actuales y del pasado, con quienes juntos elaborar una moralidad constitucional coherente, y deben tener suficiente cuidado para que sus contribuciones se ajusten al resto” 15. El rol de los jueces es interpretar la historia jurídica de la comunidad, no inventarla 16. De esta manera, en tanto sigan la idea del derecho como integridad, para Dworkin las decisiones judiciales se encuentran efectivamente investidas de legitimidad democrática: están fuertemente conectadas a la práctica constitucional, las tradiciones, las actitudes éticas y las opiniones dominantes de la comunidad. La moralidad política determinante en el control judicial de constitucionalidad no es, así, la de los jueces, sino la de la comunidad.

Lo que ahora es razonable preguntarse es si en caso de que la máxima autoridad interpretativa de ciertas cláusulas constitucionales sea un órgano internacional que se desenvuelve por fuera de la estructura estatal, no habría una distancia entre decisores y sujetos de la decisión ya inadmisible para todo sistema que se precie de ser democrático. Mi respuesta es que no. Pero desarrollaré primero las razones que podrían esgrimirse por la posición contraria.

Puede sostenerse que si la Corte Interamericana se constituyera como intérprete final de normas constitucionales, el “derecho como integridad” no sería ya una correcta interpretación (ni justificación) de las tareas de revisión judicial de constitucionalidad. Pues los tribunales nacionales estarían obligados a seguir interpretaciones constitucionales hechas por un tribunal regional externo a la comunidad y ubicado a miles de kilómetros de distancia, compuesto por jueces de distintas nacionalidades distintas de la argentina, provenientes de distintas culturas y tradiciones jurídicas, que incluso hablan idiomas extranjeros. Esto podría impedir que las prácticas y tradiciones de la comunidad argentina sean tenidas en cuenta o sopesadas de forma debida al momento de la decisión judicial. Por supuesto, como las constituciones nacionales el texto de la Convención Americana es vago y de textura abierta, y los desacuerdos acerca de los principios allí consagrados prevalecen del mismo modo que lo hacen aquellos referidos a las normas de las constituciones nacionales. La mayoría de las cláusulas de la Convención pueden ser leídas de distintas maneras, y su abstracción, como la de las constituciones nacionales, sólo puede ser aplicada a casos concretos a través de nuevos juicios morales. En este contexto, podría señalarse la dificultad de que la interpretación de los derechos llevada adelante por la Corte IDH se ajuste a la historia y las prácticas constitucionales de la comunidad argentina.

De hecho, razones sustantivas aparentan abonar este argumento procedimentalista. Algunos de los casos resueltos hasta aquí por la Corte Interamericana han generado preocupación en autoridades y académicos argentinos en razón de los posibles desvíos que generarían de las tradiciones constitucionales argentinas. El ejemplo más gráfico es el que brinda el caso Bulacio 17, en el que la Corte Interamericana interpretó un conflicto entre distintos derechos constitucionales de un modo distinto del que –según la Corte Suprema y buena parte del sector académico ligado al derecho penal – la tradición constitucional argentina habría permitido.

Como adelanté en párrafos anteriores, entiendo que estos argumentos no son suficientes para negarle autoridad interpretativa a la Corte IDH en materia de los alcances de los derechos previstos en la Convención Americana.

¿Cuál ha sido el significado de la decisión constitucional argentina de incorporar al texto constitucional tratados internacionales de derechos humanos? Creo que la trascendencia de esta decisión no fue debidamente advertida hasta el momento. Así como incorporar cierta norma constitucional implica atar a la comunidad política de manera que no pueda sin dificultad y reflexión apartarse de esa norma, incorporar a la constitución un tratado internacional de derechos humanos significa atar a la comunidad política a las definiciones en materia de derechos humanos contenidas en la convención internacional. Y ¿qué significa esto más precisamente? Como mínimo, que las autoridades locales no puedan decidir discrecionalmente que la convención internacional sea seguida sólo en los casos puntuales en los que el sentido de sus normas les parezca adecuado. El uso estratégico de las decisiones de los órganos internacionales hace al estado pecar de inconsistencia e implica no tomarse seriamente el compromiso internacional, que es con la comunidad internacional pero también (y posiblemente sobre todo) con la comunidad nacional, las personas bajo el gobierno del estado argentino.

Se podrá esgrimir que seguir la convención internacional no significa seguir lo que los órganos de control del cumplimiento del tratado entienden que la convención dice. Después de todo, puede pensarse que Argentina se comprometió a respetar el texto de la convención, no las interpretaciones que de él hacen órganos foráneos. Pero este razonamiento es equivocado. Todo texto jurídico debe ser interpretado, y atarse a una convención internacional mal puede equivaler a atarse al texto del tratado y punto. Atarse a una convención internacional significa sostener el criterio convencional de la comunidad internacional que uno integra. Los conceptos –los derechos, sus alcances- no pueden ser redefinidos domésticamente. Esto es lo que ha hecho el gobierno de George W. Bush: redefinió a su gusto el concepto de tortura y de esta manera alegó que su país no violaba la Convención Internacional contra la Tortura. Este tipo de política no pasa un mínimo test de buena fe. Y sea la redefinición hecha por el poder ejecutivo –caso Bush- o por el poder judicial –hipotético caso argentino, aquí en discusión- el resultado es el mismo: el incumplimiento de la convención internacional, ante la comunidad internacional y ante la comunidad nacional.

Hago explícito ahora algo que hasta aquí marqué de modo implícito: al igual que lo que sucede con los contornos de las normas nacionales, las convenciones internacionales a las que el país adhiere mutan continuamente de acuerdo con las cambiantes inclinaciones e intereses de la comunidad internacional. Estos cambios se ven reflejados en las interpretaciones normativas llevadas adelante por los órganos internacionales. Así como sujetar un sistema jurídico a una constitución escrita significa hacerlo también a las interpretaciones de dichas normas escritas que hacen los órganos designados por la comunidad nacional para esa tarea, sujetarse a una convención internacional significa ajustarse también a las interpretaciones del texto convencional que hace el órgano designado por la comunidad internacional para cumplir ese trabajo. Adherir sólo al texto escrito, y no a la convención según la interpretación actual de dicho texto por el órgano designado para interpretarlo, nos deja en las puertas de la comunidad internacional, pero del lado de afuera.

Nuestra constitución reformada en 1994 no siguió la estrategia de copiar normas extranjeras. A diferencia del modelo de 1853-60, que simplemente redactó algunas de sus normas en iguales términos que las de los Estados Unidos de Norteamérica, la reforma del 94 hizo parte de la Constitución tratados que ya eran parte del sistema jurídico argentino. La diferencia es sutil pero significativa. La mera inclusión a la constitución de textos idénticos a cuerpos normativos de otras partes del mundo difiere de la aprobación e incorporación a la constitución de tratados con otras naciones que incluyen normas y procedimientos a cumplir. En el primer escenario el estado crea nuevas normas con inspiración en las de otros lugares, en el segundo se incorpora a un grupo de estados que buscan el cumplimiento de ciertas reglas comunes. En este segundo escenario, que se consolidó a través de la reforma del año 1994, la Argentina se incorporó a una comunidad internacional de defensa de ciertos principios y protección de derechos. Esto significa ser parte de una práctica común, y contrasta con el modelo de llevar adelante una tradición propia con inspiración en prácticas ajenas. Es relevante aquí tomar en cuenta el contexto histórico en el que la decisión constitucional fue tomada: profundización del proceso de globalización, mayor heterogeneidad al interior de los estados y homogeneidad entre grupos de personas de diferentes países. Lo que la Argentina hizo no fue simplemente incorporar al texto constitucional derechos y libertades reconocidos en tratados internacionales 18.

Por otro lado, no parece lo más sensato que la interpretación de un texto de un tratado internacional quede reservada a intérpretes argentinos. No sin problemas, una de las reglas más afianzadas de interpretación constitucional consiste en hacer al intérprete leer el texto constitucional del modo en que lo haría un individuo nacional promedio 19. Pues bien, un tribunal argentino difícilmente pueda superar a uno internacional en el cumplimiento de esta regla. Posiblemente ésta sea la razón que sostiene la composición plurinacional de los órganos internacionales de interpretación de los tratados.

Pero aunque el texto haya sido elaborado por representantes de distintas naciones será aplicado en Argentina, podría sostenerse para justificar su interpretación según los criterios de autoridades nacionales. Nuevo error. El texto es aplicado tanto en la Argentina como en el territorio de los restantes países miembros de la comunidad delimitada por la convención, y la idea misma del sometimiento a la convención apunta a que en todos los países miembros imperen iguales reglas (sobre la materia que trata el acuerdo). Es decir, una vez completada la convención internacional, la aplicación de sus reglas debe desparramarse a través de los distintos territorios nacionales de los estados miembros como si se tratara de un único territorio. A esto alude la idea de comunidad internacional. De allí que las reglas de derechos humanos que se apliquen en la Argentina deban ser las mismas que las que se apliquen en los territorios de los restantes estados nacionales de la región que han adherido a la convención. En materia de derechos humanos, existe una única comunidad. El concepto mismo de derechos humanos se apoya en esta idea.

Esta misma línea argumental permite advertir que leer la inserción de la Argentina en una comunidad internacional de naciones respetuosas de ciertas reglas en materia de derechos humanos como una pérdida de soberanía es conceptualmente rústico. No hay aquí una disputa de soberanía. El diferir a un órgano internacional la interpretación de ciertas normas de una comunidad internacional a la que el país pertenece es muy distinto de delegar en “otro” la interpretación de normas nacionales 20.

Volvamos al principio. ¿Qué pasaría si la Corte Suprema nacional mantuviera la última palabra en interpretación de las normas de la Convención Americana para su aplicación en el país? Sus interpretaciones del texto convencional podrían alejarse de las formuladas por la Corte IDH. Si eso sucediera individuos agraviados por dicha interpretación podrían acudir al tribunal interamericano para que repare las consecuencias de esa divergencia interpretativa y, de asistirles razón, la Corte IDH condenaría al estado argentino. Esto es exactamente lo que la decisión constitucional de incorporar la Convención Americana a nuestra constitución busca prevenir: que Argentina viole los derechos humanos tal como son concebidos en la comunidad regional. La solución de confirmar a la Corte Suprema como máxima autoridad interpretativa de las normas convencionales internacionales luce ahora como un contrasentido.

Si la Corte IDH fuera consagrada definitivamente como intérprete final de las normas convencionales, habría mayor claridad normativa y consistencia con los principios de la comunidad internacional; de esa manera se cumpliría el objetivo constitucional derivado de la jerarquización del pacto.

Lamentablemente, aquí no se termina el problema, pues la solución arriba propuesta tampoco estaría exenta de problemas. Como ya señalé, algunas doctrinas de los órganos interamericanos son sustantivamente controversiales 21.

Sin embargo, el desacuerdo con la línea filosófico-jurídica de la Corte IDH no debe llevarnos a rechazar la autoridad interpretativa del órgano interamericano sin más. ¿Por qué tanta radicalidad? A la hora de hacer balances, parece indisputable que desde la reforma del año 1994, las interpretaciones constitucionales que siguieron los estándares interamericanos ampliaron los alcances de incontables derechos, tanto individuales como colectivos, y lograron delinear una estructura normativa más efectiva para la protección de las personas de los abusos de la autoridad estatal 22.

Claro que algunas interpretaciones de la Corte IDH de los alcances de los derechos pueden ser equivocadas, pero es difícil encontrar un tribunal en el mundo que sea infalible. Ante esta realidad, en caso de desacuerdos con la jurisprudencia interamericana lo mejor parece ser trabajar para lograr su modificación. Esta idea, hoy poco presente en la interacción con el sistema interamericano (la práctica habitual hasta aquí es la inversa: modificar líneas jurisprudenciales nacionales sobre la base de los resultados del litigio ante el sistema) también debería ser parte de nuestra práctica constitucional para 2020. ¿Pero qué implicaría tomarse este trabajo?

Una práctica usual para empujar la modificación de doctrinas judiciales establecidas a nivel doméstico es decidir –un juez- o argumentar –una parte del caso- en función de interpretaciones alternativas, marcando las razones para el apartamiento del precedente con el fin de convencer a la autoridad judicial de instancia superior. Pero esta vía “dialógica” no parece adecuada para buscar la modificación de interpretaciones de los órganos interamericanos. Imaginemos a la Corte Suprema sosteniendo que por las razones X e Y, la interpretación I del derecho D no debe seguir el estándar E de la Corte IDH. El resultado de esta decisión de la Corte Suprema, en caso de que la Corte IDH no compartiera sus argumentos para apartarse de E, sería la responsabilidad internacional de la Argentina, sin más. Mejor trabajar por la modificación de la jurisprudencia interamericana de otros modos: a través de acercamientos político-diplomáticos, a través de políticas claras y dirigidas a la hora de elegir candidatos a renovar los órganos de control (esta alternativa es especialmente atractiva teniendo en cuenta que el término de cada mandato de los jueces interamericanos es sólo de cuatro años) o a través de planteos serios, con argumentos esforzados y técnicamente convincentes, en ejercicio de la defensa del estado durante el litigio de casos contenciosos. A su vez, la Argentina puede llevar ella misma casos ante el sistema (vía denuncia de otros estados o pedido de opinión consultiva), fortalecer las instancias de diálogo inter-jurisdiccional vía obiters en la jurisprudencia y amplificar las instancias de discusión sobre la dirección de las interpretaciones normativas interamericanas en los ámbitos políticos, académicos y periodísticos nacionales y regionales.

Un último comentario respecto de los argumentos que buscan negar autoridad interpretativa final de normas constitucionales a la Corte IDH. Se ha señalado que hacerlo significaría alterar el mecanismo previsto para reformar la constitución, pues cada nueva interpretación formulada en una sentencia de la Corte IDH modificaría la Constitución Nacional 23. Este argumento es notablemente débil y peca –como buena parte de las críticas a la fuerza vinculante de las interpretaciones interamericanas- de exagerada. Por empezar, un cambio en la interpretación constitucional no es lo mismo que una reforma constitucional. Las interpretaciones constitucionales tienen límites (como mínimo los que marca el texto) que las reformas constitucionales no tienen. Por otro lado, nada distinto sucede con las interpretaciones constitucionales de la Corte Suprema. Ella tampoco puede modificar la constitución, sin embargo nadie pone en discusión que sí pueda interpretarla. La crítica del realismo jurídico a las facultades judiciales de interpretación y control constitucional fueron sugestivas y estimulantes, pero no completamente ajustadas a la realidad. La Constitución es más que lo que los jueces desayunan. Mientras haya texto habrá autoridad interpretativa. El problema no pasa por si la interpretación modifica el estándar constitucional (que proviene de una interpretación anterior), el tema a discutir es si la autoridad interpretativa tiene suficiente legitimidad para la envergadura de la tarea que ejerce. En todo caso, esto es lo que corresponde evaluar respecto de la Corte IDH. Allí vamos en el último tramo de este trabajo.

La meta de que la jurisprudencia interamericana sea norma interpretativa de las reglas convencionales requiere adecuaciones de rol por parte de la Corte IDH. Posiblemente tenga que mirar su propio trabajo con mayor modestia, en algunos casos moderar las ambiciones que se refleja en los remedios que ordena y evitar el autoelogio en el que incurre a menudo. Así como tenemos que aprender a respetar la jurisprudencia interamericana, debemos acostumbrarnos a la idea de poder criticar su línea y funcionamiento sin que esto sea visto como conspirar contra el afianzamiento y la mejora del sistema interamericano de protección de derechos humanos. La construcción de reglas en una comunidad de principios se logra a través de diálogo inter-jurisdiccional, el intercambio y el aprendizaje recíproco. La capacidad y voluntad de crítica es vital en esta construcción.

La autoridad interpretativa de la Corte IDH se legitima si efectivamente sus miembros actúan de acuerdo con principios similares a los que Dworkin exige como constitutivos del “derecho como integridad”. Para esto los derechos de la Convención Americana deben interpretarse de manera de ajustarse y justificar las prácticas en materia de derechos humanos de la comunidad regional. Una cultura y práctica jurídica mínimamente homogénea debe existir a los largo y a lo ancho de esta comunidad, y ella debe ser tenida en cuenta por la Corte IDH toda vez que decida un caso e interprete el texto convencional. Con seguridad la Corte IDH hará importantes contribuciones al trabajo colectivo de construir, estructurar y delinear las prácticas de esta comunidad, pero habrá de hacerlo de manera de acomodar sus intuiciones y juicios jurídicos a las ideas de otros actores del sistema: las de funcionarios públicos de los estados miembros, aquellas insertas en precedentes judiciales, principios de interpretación o en normas constitucionales nacionales, e incluso las que surjan de la opinión pública de la comunitaria. La mayor o menor extensión en que las decisiones de los órganos interamericanos sean cumplidas y las reacciones de terceros estados frente a los incumplimientos de sentencias que se detecten posiblemente puedan tomarse en cuenta como elementos adicionales para testear la consistencia de las decisiones de los órganos interamericanos con los principios de moralidad política de la comunidad.

Otra cuestión a la que prestar atención pasa por la posición de los integrantes de los órganos interamericanos, su sensibilidad a los problemas e intereses de los individuos que componen la comunidad y el modo en que rinden cuentas. La reciente decisión de la Corte Interamericana de sesionar en lugares distintos de su sede en distintos lugares del continente, así como el hecho de que sus audiencias sean filmadas y diseminadas y sus decisiones estén publicadas en Internet parece mostrar cierta sensibilidad a estas preocupaciones. De todos modos, hay lugar para hacer más progresos, particularmente en los procesos de designación de jueces. Estos deberían ser más transparentes y permitir mayor participación de los sectores sociales de la comunidad, tanto a nivel nacional (a la hora de elegir candidatos) como a nivel regional (a la hora de concretar las designaciones). Así es posible se logre mayor debate público respecto de qué perfil de jueces queremos para nuestra comunidad de principios internacional. A su vez, para aumentar los niveles de respuesta a las demandas de las personas, la posibilidad de que se pueda acceder a la Corte IDH a través de presentaciones individuales también debería ser reevaluada por los estados miembros.

Por último, algo puede decirse acerca de los procedimientos para reformar la Convención. En el ámbito doméstico, el control judicial de constitucionalidad se justifica, entre otras razones, porque el pueblo siempre tiene la posibilidad, grandes consensos mediante, de reformar el texto constitucional. Ahora bien, el proceso de enmiendas a la Convención Americana no es nada fácil de concretar 24. Esto no es necesariamente algo malo. Posiblemente sólo con este tipo de limitaciones las comunidades de principios sean perdurables. Pese a esto, los estados nacionales retienen la posibilidad de suspender algunos pocos derechos y garantías consagrados en la Convención en casos de guerra u otras emergencias que pongan en riesgo la independencia o la seguridad estatal 25. Además, después de cinco años de membresía, los estados tienen la facultad de denunciar el tratado y salirse así de la comunidad interpretativa 26. Además, al momento de la adopción del convenio, los estados pueden formular reservas 27. La posibilidad de salir de la comunidad interpretativa se justifica en el voluntarismo que da base a todo acuerdo de derecho internacional 28, pero la potestad de hacer reservas es difícil de justificar en una comunidad de principios de derechos humanos. ¿En qué medida puede una comunidad regional de principios permitir que los estados miembros interpreten las prácticas de la comunidad en sus propios términos?

La Corte Europea de Derechos Humanos reaccionó a las críticas que recibió por su déficit democrático confiriendo a los estados un “margen de apreciación” para la observancia de sus deberes bajo el Convenio Europeo 29. Esta doctrina no fue desarrollada por la Corte Interamericana 30. Incluso ella parece estar prohibida por las reglas de interpretación previstas por la Convención Americana 31 y esto no luce como algo a lamentar. Es cierto que la aplicación de la doctrina del margen de apreciación podría aliviar razonables preocupaciones democráticas, pero asoma paradójico conceder a los estados flexibilidad para interpretar derechos que son considerados universales.

Mi intención en este trabajo fue mostrar que la decisión de dotar de jerarquía constitucional a distintos tratados de derechos humanos, y particularmente a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, constituyó el fortalecimiento de la decisión política de formar parte de una comunidad de naciones que comparten principios plasmados en ciertas definiciones de derechos y libertades de las personas. Dicha decisión, acompañada del reconocimiento de la competencia de los órganos de control del cumplimiento de dichos tratados, y particularmente de la Corte IDH, implica la expresión de voluntad de ser gobernados por principios comunes consagrados en la convención internacional (leída ésta en sentido amplio: como texto y práctica interpretativa). Esta decisión, tomada por los órganos políticos representativos de la voluntad popular, produjo un quiebre en la práctica constitucional que aún sigue sin ser suficientemente elaborado. Esta falta de elaboración pesa no sólo sobre las autoridades nacionales sino también sobre los propios agentes interamericanos. Para el año 2020, sería deseable que la supremacía de la autoridad interpretativa de la Corte IDH sobre las normas de la Convención Americana esté explícitamente reconocida en nuestro país, ya sea por el texto constitucional o –pues no creo que la reforma constitucional sea realmente necesaria- por una práctica jurisprudencial constitucional consolidada, tan consolidada como la que antes de 1994 indicaba que en materia de interpretación constitucional la autoridad final reposaba en la Corte Suprema. Sin embargo, esta evolución debería venir acompañada de otra evolución al nivel de la comunidad internacional en la que depositamos tanto poder de decisión. La autoridad interpretativa de la Corte IDH sólo se justificará cuando el sistema interamericano de protección de derechos humanos funcione como una verdadera comunidad de principios. En la actualidad nos encontramos en medio de un proceso de enorme complejidad, es difícil sacarle fotos porque salen movidas. Mi propuesta es que el proceso sea transitado con paciencia, capitalizando las reacciones críticas al servicio de la construcción de un sistema que viene ampliando notablemente los alcances de los derechos de las personas; no al de su desmantelamiento.

NOTAS  

1. Es cierto que tampoco hay norma constitucional que diga explícitamente que la Corte Suprema es la autoridad interpretativa final del texto constitucional, pero sí existe una práctica consolidada, de origen pretoriano, hoy indisputable en ese sentido.

2. Ver por ejemplo Hitters, Juan Carlos, “¿Son vinculantes los pronunciamientos de la Comisión y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos? Control de constitucionalidad y convencionalidad”, en La Ley 2008-E, p. 1169.

3. La idea del “control de convencionalidad” fue fijada por la propia Corte Interamericana en…
Es cierto que citar a la Corte IDH como referencia en cuanto a la atribución a si misma de autoridad interpretativa presupondría justamente su postulado: que sus decisiones e interpretaciones normativas deben ser seguidas. Sin embargo, debe repararse en que esta misma lógica de auto-consagración en una posición de poder interpretativo depositó a la Corte Suprema en la cúspide de la interpretación constitucional argentina (siguiendo los pasos de su homónima norteamericana).

4. CSJN, “Ekmedjian c. Sofovich”, Fallos: 315:1492.

5. CSJN, “Horacio David Giroldi y otro”, Fallos: 318:514. Unificar citas

6. CSJN, “Esposito”, Simon, etc.

7. CSJN, “Mazzeo, Julio Lilo y otros”

8. Véase Pinto, Mónica, “El valor jurídico de las decisiones de los órganos de control en materia de derechos humanos en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia”, en Abramovich, V., Bovino, A., y Courtis, C. (compiladores), La aplicación de los tratados sobre derechos humanos en el ámbito local. La experiencia de una década, CELS, Del Puerto, Buenos Aires, 2007, pp. 119/152.

9. Ver, por ejemplo, Rosenkrantz, Carlos F., “En contra de los “Préstamos” y de otros usos “no autoritativos” del derecho extranjero”, en Revista Jurídica de la Universidad de Palermo, Año 6, No. 1, Octubre de 2005, Buenos Aires, pp. 71/95.

10. En este sentido, ver Vítolo, Alfredo M., “La obligatoriedad del seguimiento de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos” , y Procuración General de la Nación, dictamen en causa “Acosta”, p. 14. (completar citas)

11. Para un desarrollo de este argumento ver Filippini, Leonardo G., “El derecho internacional de los derechos humanos no es un préstamo. Reflexiones sobre la crítica a los préstamos de Carlos F. Rosenkrantz”, en Revista Jurídica de la Universidad de Palermo, Año 8, No. 1, Septiembre de 2007, Buenos Aires, pp. 193 y ss.

12. No ignoro las voces que advierten que la soberanía estatal se resiente debido a la crisis o metamorfosis de los mecanismos de representación, a la intervención de nuevos actores de veto que no son elegidos democráticamente y a la relevancia de las alianzas público-privadas en las nuevas forma de gobernar. Pero estos nuevos fenómenos no impactaron diferencialmente en la decisión constitucional de jerarquizar los tratados, sino que afectan a todas las decisiones estatales en general.

13. Dworkin, Ronald, Freedom’s Law, citar, p. 10.

14. Dworkin, Law’s Empire, citar, p. 152.

15. Dworkin, Freedom’s Law, citar, p. 10.

16. Dworkin, A Matter of Principle,citar, pp. 160/161.

17. Citar Bulacio y Espósito.

18. Esta lectura de la estrategia constitucional argentina del año 1994 es de Carlos Rozenkrantz, en … p. 82.

19. Sagüés, Néstor, Teoría de la Constitución, Astrea, Buenos Aires, 2004, p…

20. Suficientes explicaciones sobre el punto ha ofrecido ya Leonardo Filippini. Ver ob. cit., p. 195.

21. Yo mismo he alertado en otro trabajo sobre los peligros de la doctrina interamericana de considerar al castigo de los imputados como un derecho de las víctimas de las violaciones. Ver “The Doctrine of the Inter-American Court of Human Rights Regarding States’ Duty to Punish Human Rights Violations and its Dangers”, en American University International Law Review, Vol. 23, No. 1, 2007.

22. Para acceder a estudios detallados de esta expansión en los derechos resultado del seguimiento de estándares elaborados por los órganos interamericanos, ver Abramovich, Bovino y Courtis (compiladores), ya citado.

23. Procuración General… Acosta

24. CADH, Art. 76.

25. CADH, Art. 27. Ver también Corte IDH, OC-9/87, del 6 de octubre de 1987.

26. CADH, Art. 78.

27. CADH, Art. 75.

28. Aunque con matices. Ver el caso del Perú.

29. Para un extenso desarrollo de esta cuestión, Letsas, George, A Theory of Interpretation of the European Convention on Human Rights (Oxford: Oxford University Press, 2007), capítulo 4.

30. Una sola vez la Corte IDH se refirió a la doctrina del margen de apreciación, pero sin suficiente profundidad ni claridad, en una opinión consultiva en la que señaló que los estados gozan de un margen de apreciación para determinar las condiciones que deben completarse en los procesos de naturalización. OC-4/84, del 19 de enero de 1984. La otra dimensión en la cual la Corte IDH se refiere a un margen de apreciación de los estados se relaciona con el modo en que éstos decidan cumplir sus decisiones de manera de lograr la mejor ejecución posible del remedio ordenado. Ver, por ejemplo, la opinión del juez ad-hoc Diego López Medina en el caso “Escué Zapata vs. Colombia”, del 5 de mayo de 2008, párrafo 9.

31. CADH, Art. 29.


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