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sábado, 25 de septiembre de 2010

¿QUÉ ESPERAR DE LA DEMOCRACIA?

Pensamiento / Anticipo

Un ideal de libertad en frágil equilibrio

En Qué esperar de la democracia (volumen inaugural de la colección Derecho y Política, de Siglo XXI, que aparecerá en septiembre), el politólogo polaco explora los límites del sistema democrático y reflexiona sobre los aspectos que convendría modificar
 
Por Adam Przeworski

El ideal que justificó la fundación de las instituciones representativas modernas fue "el autogobierno del pueblo". El problema a resolver, según Rousseau, era "encontrar una forma de asociación que defienda y proteja, utilizando una fuerza comunitaria, a las personas y los bienes de cada uno de los asociados, y a través de la cual cada uno, uniéndose con todos, obedezca sólo a sí mismo, de manera que siga siendo tan libre como antes". El autogobierno del pueblo era la solución a este problema. [...]

Manifestación en Atenas contra las medidas del
 gobierno griego para salir de la reciente crisis económica.
Foto EFE

Tal como fue formulado en su origen, ese ideal carece de coherencia lógica y no es factible en la práctica. Cuando somos gobernados en forma colectiva, cada uno de nosotros no puede obedecerse sólo a sí mismo. [...] Pero si la idea original del autogobierno es irrealizable, ¿cuál es la mejor opción posible?

He aquí un esbozo de respuesta. La premisa lógica de la concepción original del autogobierno es que todos tienen iguales preferencias acerca del orden legal bajo el cual todos y cada uno desean vivir. Ese supuesto de homogeneidad se desplomó ante la manifiesta ubicuidad de conflictos por valores, intereses y normas. Sin embargo, hay una concepción más débil del autogobierno que es lógicamente coherente. Una colectividad se gobierna a sí misma cuando las decisiones implementadas en su nombre reflejan las preferencias de sus miembros. Esta visión está lejos de ser nueva, pero es importante especificar la segunda mejor opción: se trata del mejor autogobierno posible, con la restricción de que algunas personas tendrán que vivir bajo leyes que no son de su preferencia porque son las preferidas por otros. [...]

Fuente:http://www.lanacion.com.ar/ sábado 28/08/2010
 
Carlos Alberto Da Silva


"Autogobierno del pueblo"

El ideal del autogobierno surgió en forma gradual. He aquí un esbozo histórico lo más breve posible, sin ningún matiz:

(1) La gente [...] no puede vivir fuera de la sociedad, en "estado de naturaleza" [...]: las personas se agredirían mutuamente tratando de quitarse bienes [...].

(2) [...] La única manera en que podemos ser libres es viviendo bajo leyes [...]. El único problema es si se puede ser libre en la sociedad: ¿existe un orden en el que todos sean libres?

(3) El orden implica coacción: a algunos se les impide que hagan lo que quieren y a otros se les obliga a hacer lo que no quieren. La autoridad que ejerce la coacción puede ser un individuo [...]. Pero esa solución plantea el problema que enfrentó Hobbes: quién le impide al soberano abusar del poder. [...]

(4) Otra solución posible es poner la autoridad en las manos de todos aquellos sobre los cuales se ejercerá esa autoridad: el pueblo mismo.

Pero ¿qué puede significar "el pueblo se gobierna a sí mismo"? [...] En esta frase "el pueblo" siempre aparece en singular [...]. Este pueblo en singular es la única entidad que puede dictar leyes a las cuales estará sujeto. Como observó Montesquieu, es "una ley fundamental de las democracias que el pueblo debe ser el único que tiene el poder de dictar leyes". [...]

Pero el pueblo en singular no puede actuar. [...] Eso condujo a Rousseau a hacer ciertas distinciones terminológicas: "En cuanto a los asociados, colectivamente toman el nombre de pueblo, y en particular son llamados Ciudadanos en tanto participantes en la autoridad soberana, y Súbditos en cuanto están sometidos a las leyes del Estado". [...]. ¿Pero cómo puede el pueblo en plural determinar la voluntad del pueblo en singular? Uno es libre cuando se gobierna a sí mismo; sin embargo, ¿es libre cuando gobierna el pueblo?

[...] Estas cuestiones no se plantean si todos los individuos son de alguna manera idénticos, si los súbditos que eligen el orden que tendrán que obedecer no son más que ejemplares de una especie. [...] En opinión de Kant, todos y cada uno de los individuos, guiados por la razón universal, quieren vivir bajo las mismas leyes, "porque la propia Razón lo quiere así". Y si el mismo orden legal es considerado el mejor por todos, la decisión de cada uno es la misma que aquella de todos los demás. En realidad, el hecho de que otros quieran lo mismo es irrelevante: si otros me ordenan hacer aquello que yo me mando a mí mismo, sólo me obedezco a mí mismo. Además, el procedimiento utilizado para legislar no importa; cuando todos quieren lo mismo, cualquier procedimiento genera idéntica decisión: todos y cualquier subconjunto de la totalidad pueden mandar a todos los demás con su consentimiento. Finalmente, esa decisión provoca obediencia espontánea: si cada individuo vive bajo leyes elegidas por él, no es necesario coaccionar a nadie para que las respete.

Por lo tanto, las condiciones bajo las cuales el pueblo será libre en plural cuando se gobierna a sí mismo, colectivamente autónomo, son que todos y cada uno quieran vivir bajo las mismas leyes. El gobierno representativo nació bajo una ideología que postulaba una armonía básica de intereses en la sociedad.

Esto no significa que los fundadores de las instituciones representativas no percibieran los conflictos, el hecho manifiesto de que no todos concuerdan con todo. Algunas divisiones sociales eran consideradas inevitables. Como observaba Madison, educado en Hume, en el número 10 de The Federalist , "las fuentes de facción latentes están [...] en la naturaleza del hombre". Hume pensaba que las divisiones basadas en intereses materiales eran menos peligrosas que las fundadas en principios, en particular en valores religiosos, o en afectos. Ni siquiera Sieyès sostuvo que el consenso deba incluir todos los temas: "Que el pueblo se una en el interés común no quiere decir que pongan todos sus intereses en común". [...].

Sin embargo, aun aquellos que reconocen la inevitabilidad de las divisiones sociales naturalmente ven a los partidos como divisiones espurias de un cuerpo integral, producto de la ambición de los políticos antes que reflejo de diferencias y conflictos pre-políticos. El pueblo era un cuerpo, y "Ningún cuerpo, corpóreo o político, podría sobrevivir si sus miembros trabajan con propósitos opuestos" (Ball). La analogía con el cuerpo se originó en la Edad Media tardía y fue ampliamente utilizada hasta hace poco. Aun cuando el punto de vista orgánico fue sustituido por el contractual, las partes en una alianza o un contrato eran vistas como partes de un todo, antes que como divisiones de algún tipo. Los defensores del gobierno representativo pensaban que, como el pueblo estaba unido naturalmente, sólo podía dividirse de manera artificial. En palabras de Hofstadter, algunos pensadores del siglo XVIII "postularon con frecuencia que la sociedad debería estar penetrada por la concordia y gobernada por un consenso que se acercara a la unanimidad, aunque no la alcanzara. Se creía que los partidos, y el espíritu malicioso y mendaz que éstos estimulan, no hacían más que crear conflictos sociales que de otro modo no tendrían lugar". "El espíritu de partido", sermoneaba George Washington en su discurso de despedida de 1796, "sirve para distraer a los consejos públicos y debilitar la administración pública. Agita la comunidad con celos infundados y falsas alarmas, enciende la animosidad de una parte contra otra, fomenta ocasionalmente revueltas e insurrecciones. Abre la puerta a la influencia extranjera y a la corrupción." [...]. Irónicamente, una solución para las divisiones partidarias podría ser el partido único, que uniera a todos en la prosecución del bien común. De acuerdo con Hofstadter, el principal proponente de esa posición fue James Monroe: "Lo que es malo es el conflicto de partidos, pero un partido único podría ser laudable y útil [...] si puede hacerse lo suficientemente fuerte y universal como para encarnar el interés común y ahogar las luchas internas". [...]

Era necesario moderar y mitigar las divisiones partidarias mediante un diseño apropiado de las instituciones representativas. "Si los intereses separados no son dominados y dirigidos hacia lo público", preveía Hume, "no podemos esperar otra cosa que facciones, desorden y tiranía de semejante gobierno." Entre las virtudes de la Constitución de Estados Unidos, decía Madison en el número 10 de The Federalist , "ninguna merece ser más acuciantemente desarrollada que la tendencia a quebrar y controlar la violencia de las facciones". Madison reconocía que las diferencias de pasiones e intereses son ubicuas e inevitables; además, su fuente más común y duradera es la "variada y desigual distribución de la propiedad". Tales diferencias, sin embargo, no deberían penetrar en el reino de la política. Pero el costo de prohibirlas sería la pérdida de la libertad. Por lo tanto, Madison concluía que "es imposible eliminar las causas de las facciones, [...] sólo podemos buscar alivio al problema controlando sus efectos". Y pese a que la etimología de las dos palabras es diferente, las "facciones" eran exactamente lo que hoy entendemos por "partidos". "Por facción", define Madison, "entiendo un grupo de ciudadanos, ya sean una mayoría o una minoría, que están unidos y actúan por algún impulso común, de pasión o de interés, adverso a los derechos de otros ciudadanos, o a los intereses permanentes y agregados de la comunidad." Sin embargo, afirma Madison, las facciones podrían ser controladas mediante la discusión entre los representantes, así como por el hecho de que en los distritos lo suficientemente grandes cada representante respondería a intereses heterogéneos. En realidad, el papel de las legislaturas es "refinar y ampliar la visión pública, transfiriéndola a un cuerpo elegido de ciudadanos, cuya prudencia es lo que mejor puede discernir el verdadero interés de su país y cuyo patriotismo y amor a la justicia tienen menos probabilidades de ser sacrificados a consideraciones pasajeras o parciales. Bajo una regulación así, es muy posible que la voz pública, pronunciada por los representantes del pueblo, sea más consonante con el bien público que la pronunciada por el pueblo mismo, convocado para ese fin".

Los franceses no estaban tan preocupados por la libertad. El último decreto de la Asamblea Constituyente francesa de 1791 afirma que "Ninguna sociedad, club o asociación de ciudadanos puede tener, bajo ninguna forma, una existencia política, ni ejercer ningún tipo de inspección sobre los actos de los poderes constituidos y las autoridades legales; bajo ningún pretexto pueden aparecer bajo un nombre colectivo, ya sea para formar peticiones o diputaciones, participar en ceremonias públicas o para cualquier otro fin". Este principio parece haber viajado: la Constitución del Uruguay de 1830 también declaraba ilegal que los ciudadanos se organizaran en asociaciones.

Tan profunda era la hostilidad hacia los partidos, que en los principados alemanes fueron prohibidos en 1842; en algunos países, hasta 1914 era ilegal hacer referencia a partidos en el Parlamento; en Francia, los partidos de masas sólo llegaron a ser legales en 1901. Cuando Burke los defendía en 1770 tenía una opinión que muchos consideraban ilusoria: "Un partido es un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante sus esfuerzos conjuntos, el interés nacional sobre cierto principio en el que todos concuerdan". Henry Peter, Lord Brougham, en 1839 hacía referencia al gobierno de partidos como "el estado de cosas más anómalo, ese ordenamiento de los asuntos políticos que sistemáticamente excluye por lo menos a la mitad de los grandes hombres de cada época del servicio a su país, y hace que ambas clases se dediquen mucho más a mantener un conflicto entre ellas que a impulsar el bien general". "Gobierno de partidos" era un concepto negativo que connotaba conflictos motivados por las ambiciones personales de los políticos, "obsesión por llegar al poder ganando las elecciones", y la persecución de intereses particularistas, un espectáculo, en conjunto, desagradable. Se necesitaba un remedio: un poder moderador neutral, como el emperador en la Constitución Brasileña de 1825 o el presidente en la Constitución de Weimar. Sin embargo, como observa Schmitt, incluso esa solución fue devorada por la política partidaria: finalmente, los presidentes eran elegidos por los partidos. Y cuando esto comenzó a fallar, surgió la revisión constitucional por tribunales independientes para limitar el gobierno de los partidos.

Aunque el gobierno representativo significara que el pueblo tenía derecho a organizarse a fin de remover al gobierno en funciones a través de elecciones, el papel que le correspondía entre éstas seguía, y sigue, siendo ambiguo. Madison observaba que lo que distinguía a la república norteamericana de las antiguas repúblicas "consiste en la exclusión total del pueblo, en relación con su capacidad colectiva, de cualquier participación en el gobierno". Al parecer, lo entendía en forma literal: el pueblo debía dejar el gobierno a sus representantes "como defensa contra sus propios errores y engaños pasajeros". Según Hofstadter: "Cuando [los fundadores] iniciaron su trabajo, hablaban mucho -de hecho, hablaban casi incesantemente- de libertad, y entendían que ésta requiere dejar cierto margen a la oposición. Pero estaban lejos de tener claro cómo debía expresarse esa oposición, porque también valoraban la unidad o armonía social, y no habían llegado a la opinión de que la oposición, manifestada en partidos populares organizados, pudiera mantener la libertad sin romper fatalmente esa armonía". Lavaux, por su parte, observa que "Las concepciones de la democracia que surgieron de la tradición del Contrato socia l no necesariamente tratan el papel de la minoría como de oposición". La idea de que el pueblo puede oponerse de modo libre al gobierno elegido por una mayoría surgió de manera espontánea, gradual y dolorosa en todas partes, incluyendo Estados Unidos. Después de todo, Hofstadter tiene razón: "La visión normal de los gobiernos sobre la oposición organizada es que es intrínsecamente subversiva e ilegítima".

© LA NACION

[Traducción Stella Mastrangelo]

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