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viernes, 11 de junio de 2010

CONSIDERACIONES EN TORNO A LA IDONEIDAD Y EL EMPLEO PÚBLICO

Voces: EMPLEADO PUBLICO

Autor: Midón, Mario A.
Publicado en: LA LEY1983-A, 920

La norma constitucional del art. 16, a través de la cual se consagra la igualdad ante la ley de todos los habitantes de la Nación, y su admisibilidad en los empleos públicos sin otra condición que la idoneidad, ha cobrado en los últimos tiempos una inusitada importancia, a partir de un público debate en torno al cual han opinado hombres de derecho, figuras del quehacer político y funcionarios del actual gobierno. Creo que por primera vez en nuestra historia se ha advertido del enorme significado y la proyección que la norma debe tener dentro de la sistemática republicana y representativa adoptada por la Ley Suprema. Sabido es que nuestra Constitución data de 1853, y la disposición que nos ocupa nació con ella, por lo que se impone indagar "ab initio" a qué se debe este eufórico renacimiento -si podemos llamarlo así- de tal regulación constitucional. En ese orden, el primer dato al que debemos recurrir es el de la realidad. Penosas y funestas experiencias, no muy lejanas, en el plano institucional parecen imponer un llamado a la reflexión, para evitar que tales extremos puedan ser reasumidos en el futuro.

Carlos Alberto Da Silva
A ese dato que como acontecimiento no es ajeno al derecho pues autoriza a pergeñar una saludable reacción en procura de la salvaguardia de valores vitales, debemos adicionarle otro de no menor importancia derivado de la naturaleza del tema. Científicamente diremos que la materia es muy opinable, polémica, controvertible; y en buen romance, que resulta inflamable y ácido, por los condimentos políticos que en la especie concurren. Es que hablar de idoneidad, con arreglo a lo que la ciencia enseña y la realidad impone, es conformar una constelación alrededor de la cual subyacen conceptos complementarios e indispensables para la comprensión del problema. No puede ignorarse, y sin que la enumeración sea taxativa, que su tratamiento enlaza por acción a vocablos como república, democracia, tecnocracia, representación, que juegan un rol decisivo en la vida del estado actual.

Antecedentes del art. 16
Nuestros tratadistas de derecho público, son contestes en afirmar, al referirse a los antecedentes del art. 16 de la Constitución, que la norma aparece consagrando concretamente un aspecto de la igualdad ante la ley, al establecer la admisibilidad en los empleos públicos para todos los habitantes, sin otra condición que la idoneidad. La disposición es original en la Constitución, y antes de 1853 no reconoce precedente en ninguno de los estatutos y proyectos de la Constitución dictados a partir de 1811. Ni los convencionales norteamericanos idearon una cláusula de este tipo, ni el propio Alberdi la incluyó en sus "Bases".

¿De dónde deviene, entonces, el antecedente de la norma? Pareciera ser, y ésta es la interpretación que mejor compatibiliza, que nuestros constituyentes idearon el artículo en función del precedente que importaba la declaración francesa de 1793, en cuanto consagraba la igualdad en la admisibilidad de los empleos públicos, sujetos a "la consideración de virtudes y talentos que guían a las naciones libres en sus elecciones...". Se suele indicar también, que entre nosotros el Proyecto de Pedro De Angelis, incluía en el art. 14 de la sección 4ª un artículo que decía: "Los argentinos pueden obtener los empleos públicos si tienen las aptitudes necesarias para desempeñarlos".

Lo cierto es que el art. 16 del Proyecto, elaborado por la Comisión Redactora de la Constitución del 53, fue aprobado por mayoría en la sesión del 25 de abril de ese año. Las actas no refieren que sobre idoneidad haya mediado debate alguno, ya que las discusiones que trajo aparejado este artículo giraron en torno a la supresión de los fueros.

En ese marco caracterizado por la orfandad de conceptos que nos permitan extraer una conclusión más o menos válida, o una idea aproximada de lo que es la idoneidad, el intérprete debe indagar sobre la materia con los siguientes elementos. En primer lugar valerse del texto constitucional y establecer las correspondencias que median entre el instituto de la idoneidad y las demás disposiciones, conjugando en un todo armónico la normación constitucional. A esa actividad, no debe ser ajena un enfoque realista (véase César E. Romero, "Derecho Constitucional", t. 1, p. 18) en cuanto ello demanda atender a situaciones fácticas que asumen vigencia fundacional fuera de los textos positivos. Enfoque éste, que reasumido desde la Cátedra de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la UNNE, por .el profesor Carlos M. Vargas Gómez, posibilita comprender por qué a veces la Constitución real se impone a la Constitución legal.

¿Qué es la idoneidad?
A nuestro juicio idoneidad es sinónimo de aptitud, o sea disposición específica para hacer algo también específico.

No debe confundirse con capacidad jurídica, pues ella es la aptitud de una persona para contraer obligaciones o adquirir derechos (Borda, Trat., t. 1, p. 417).

Según la Constitución la idoneidad es un presupuesto indispensable que debe llenarse para acceder al empleo público. De manera que el instituto aparece en la Constitución consagrando una obligación, un recaudo ineludible que el aspirante debe llenar. Inferimos, en consecuencia, cuál es el propósito de la norma y cuáles son los elementos que constituyen la idoneidad.

Acerca de la finalidad perseguida, ha dicho Joaquín V. González que las funciones públicas no son ya, no pueden ser el privilegio exclusivo de una clase o porción alguna de la sociedad, todo ciudadano tiene derecho a aspirar a ella, lo cual no quiere decir que para conseguirla no deba llenar las condiciones de capacidad (para nosotros idoneidad) que la ley pueda exigir para cada función. ("Manual de la Constitución Argentina", p. 127).

Desde nuestra óptica dos soportes fundamentales vertebran y hacen a la materia, al contenido de la idoneidad. Por un lado, la habilitación y técnica apropiada, que en el marco del tema aparece como un factor fácil de concebir en la teoría y tropieza con serias dificultades en el campo práctico. Convengamos en que si el Estado le exige a un empleado de la Administración pública un mínimo de aptitudes para acceder al empleo, a nadie se le ocurriría tachar de inconstitucionalidad a tales exigencias, salvo el caso de manifiesta arbitrariedad o irrazonabilidad, pues dicho cargo habrá de desarrollarse en una relación de subordinación que posibilita que quien requiere los servicios imponga las condiciones que debe llenar el agente encargado de prestarlos.

Mas los tropiezos se operan, por lo menos a primera vista, cuando tales calidades se tornan imponibles al Presidente de la Nación, a un legislador o a un gobernador, cuyas actividades se desarrollan no sólo en la esfera de lo normado, sino dentro de un campo discrecional que no reconoce otros límites que la prudencia política del gobernante. Ya decía Ortega que la del hombre político es la más difícil de lograr porque resume los caracteres más antagónicos: fuerza vital e intelección, impetuosidad y agudeza.

El político responde a un molde innominado signado por su tiempo y por sus circunstancias.

¿Cómo encuadrar entonces esa aptitud técnica que forma parte de la idoneidad?
No existe -a pesar de los adelantos científicos de este siglo-, instrumento alguno que permita medir con visos de aproximación siquiera el grado de preparación política que pueda revestir un candidato, con lo que la cuestión aparece como encerrada en un callejón sin salida.

Pero, una reelaboración de la problemática, aun cuando puedan quedar flotando las objeciones apuntadas, permitiría insertar por vía de reglamentación ciertas pautas en función de las cuales se presuma que el aspirante al empleo de alta magistratura satisface el requisito técnico habilitante del que hablamos. De todos modos para el tratamiento del tópico nos remitimos a los párrafos siguientes, donde la idea es desarrollada con más amplitud.

Por lo pronto, compatibilizamos o intentamos hacerlo, los dos extremos del íter, y no creemos que se plantee la alternativa que Vanossi propone, en el sentido de elegir: o el gobierno de los hombres por los hombres y a través de las instituciones, o la administración de las cosas por los tecnócratas, y a través de la cibernética (Jorge R. Vanossi, "Reflexiones en torno a la idoneidad y el eficientismo", Trabajo presentado en jornadas de Derecho Constitucional organizado por la U. N. B. A.).

El otro contenido, no menos valioso de la idoneidad lo conforma la ética y las buenas costumbres; y la demostración del cumplimiento de este recaudo, a su tiempo, se instrumenta desde nuestra posición, también a través de pautas.

¿Debe reglamentarse el art. 16...?
Para dar respuesta a este interrogante debemos previamente establecer a qué tipo de empleos públicos es exigible esta condición. La mayoría de nuestros tratadistas suelen realizar un distingo en la materia sobre la base de lo normado por la misma Constitución. Enseñan que para los cargos de presidente, vicepresidente, diputado, senador y juez de la Corte, y en función de lo establecido por los arts. 76, 40, 47 y 97 de la Ley Suprema, que fijan los requisitos que deben llenar los aspirantes a tales magistraturas, no existe posibilidad de ampliarlos o modificarlos, ya que cualquier reglamentación sobre el particular al exigir más de lo que la misma Constitución requiere, resultaría contraria a sus preceptos.

"A contrario sensu ", y siempre dentro de esa línea de pensamiento, se ha sostenido que no cabe dificultad alguna en sostener la reglamentación de la idoneidad, cuando ella se refiere a los empleos ordinarios de la Administración pública, actualmente en la Nación la ley 22.140 (ADLA, XL-A, 21) y en las provincias los Estatutos del Empleado Público.

Por otra parte, ese también ha sido el pronunciamiento de la mayoría de los participantes a las jornadas de Derecho Constitucional organizadas por el Instituto de Derecho Político y Constitucional de la Facultad de Derecho de Buenos Aires, que ha rechazado la idea de reglamentar el art. 16 de la Constitución Nacional, sin perjuicio de una ulterior reforma que habilite tal posibilidad.

Con todo el margen de error que ello supone, nos permitimos discrepar con tan autorizadas opiniones, y adherimos a las soluciones reglamentaristas del art. 16. La idoneidad es requerida por la Constitución, sostiene Linares Quintana, para toda clase de servicio u ocupación, ordinaria o extraordinaria, permanente o transitoria en la Administración pública, desde la más modesta hasta el Presidente de la República, con lo que no resulta válida, en principio, la distinción formulada entre empleos de alta magistratura y empleos ordinarios. La diferencia, en todo caso, estribará en las modalidades legislativas aplicables para una u otra situación.

He aquí las razones que abonan nuestra tesis:
 a) La tesis de la mentada inconstitucionalidad de una eventual reglamentación parece desconocer el carácter complementario del art. 16 con relación a las normas contenidas en los arts. 40, 47, 76 y 97 de la Constitución (postura del doctor Gregorio Badeni). El hecho de que la Ley Suprema fije ciertos requisitos para los cargos de presidente, vicepresidente, senadores, diputados y juez de la Corte, no importa exclusividad, por lo que usando de la ley ordinaria pueden ampliarse, en tanto y en cuanto dichas normas no resulten contraproducentes a las de rango superior, y en la medida que excluyan el privilegio y la arbitrariedad.

b) En nuestro sistema constitucional no existen derechos absolutos, y los mismos se ejercen conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio (art. 14, Constitución Nacional). En el caso, el derecho a ser electo o selecto para alguna de las nominaciones que prevé la Constitución debe correr igual suerte.

c) La misma Constitución, en su art. 45, ha ideado un instituto, el del juicio Político, al que se hallan sujetos el presidente, vicepresidente, ministros y jueces. Entre las causales que dan pie a la promoción de este juicio de responsabilidad política figura el mal desempeño de las funciones, entendiendo por tal el comportamiento que afecta o pone en peligro el orden político del país (véase Quiroga Lavié, "Derecho Constitucional", p. 551). Si la Constitución misma idea un sistema de remoción tendiente a excluir al funcionario que no guarda debido comportamiento, resulta congruente con esa concepción que en la medida de lo posible pueda evitarse tal extremo instrumentando pautas mínimas de idoneidad a través del órgano legiferante. Este es el mismo razonamiento que invoca el doctor Miguel Padilla, para incluir con similar alcance la facultad que la Constitución acuerda a través del art. 58 a los componentes de ambas Cámaras, al autorizar la remoción de aquellos miembros incursos en inhabilidad física o moral sobreviniente.

d) A mayor abundamiento, y avalando la tesis reglamentarista del art. 16, se impone recordar que nuestro sistema republicano, representativo (arts. 1º y 22, Constitución Nacional) se aviene a admitir la propuesta formulada. Representación es un vínculo jurídico, en virtud al cual los gobernados transfieren su voluntad a los gobernantes, a fin de que ella sea atribuida al querer de toda la comunidad. Es obvio que la recepción de tales voluntades y la selección de medios encaminada a consolidar los fines del Estado, requieren de una persona apta en el ejercicio del poder.

Ya es un lugar común, además, aquello de que toda democracia debe contar para su correcto funcionamiento con un grupo sólidamente preparado, capaz de manejar el aparato del Estado y llevar a cabo las políticas trazadas por la conducción (Ernesto Palacio, "Teoría del Estado").

Lo que debe tenerse presente en todo momento es que la reglamentación que proponemos debe atenerse a pautas objetivas, fundadas en la razonabilidad y en la prudencia, evitando que ella pueda interpretarse o ser un obstáculo que consagre la desigualdad.

Con arreglo a tales limitaciones adherimos a algunas de las propuestas que el doctor Guillermo Becerra Ferrer formulara en las jornadas identificadas más arriba. Son pautas que apuntan a constituir el soporte de una futura legislación sobre la materia.

Así, resulta razonable que quien aspire a las altas magistraturas del Estado -exceptuados los miembros de la Corte y demás tribunales, para quienes es exigible título universitario-, tenga concluido por lo menos el ciclo secundario o equivalente cumplido. No se trata de un despliegue aristocrático destinado a relegar de la función pública quien no ha podido acceder a la enseñanza media, pues en nuestro tiempo se ha diversificado tanto la educación que la obtención de tal título aparece ligado a la adolescencia para la mayoría de la población. La experiencia institucional argentina, tan golpeada en ese sentido últimamente, torna aconsejable la solución expuesta, más aún cuando el Estado contemporáneo recrea en su diario quehacer innumerables cuestiones que exigen del gobernante una adecuada preparación intelectual para su tratamiento. Es cierto, sin embargo, pues no admitirlo sería ingenuo, que tal certificación no acredita por sí sola la idoneidad requerida, pero constituye un índice primario de capacidad media del aspirante que hace presumir llenado el requisito.

Del mismo modo, se torna razonable, sostiene Becerra Ferrer, que todo ciudadano que haya sido condenado por algún delito contra la Administración Pública, como ser malversación de caudales públicos, negociaciones incompatibles con el ejercicio de la función, enriquecimiento ilícito de funcionarios o empleados, prevaricato, entre otros, no pueden aspirar a cargos electivos. Completando esta idea, entendemos que la restricción debe operarse para todo aquel que hubiere sido condenado por delito doloso -cualquiera sea el bien jurídico violado-, a pena privativa de libertad, en tanto y en cuanto la sanción haya sido superior a 3 años, y aun cuando la condena esté prescripta. También en los casos que medie condena por la comisión de 2 o más delitos dolosos, aun cuando la sanción no alcance a 3 años. Excluimos, en consecuencia, los ilícitos culposos, y aquellos dolosos en que la condena no sea superior a 3 años, con la salvedad apuntada.

Es válido señalar que no se trata de aplicar aquí los principios generales del Derecho Penal sobre naturaleza y efectos de la pena, sino de garantizar que los candidatos reúnan condiciones mínimas que presupongan una aptitud razonable para el desempeño de tan importantes funciones.

De todos modos una duda aflora. Es cierto que las prácticas morales y de buenas costumbres se compaginan a través de antecedentes judiciales; pero también es cierto que todo el quehacer de un individuo por inmoral que resulte no siempre se traduce en delito. Así todos sabemos que hay actividades humanas que sin importar violación de algún precepto jurídico se ubican en una zona gris, lindera entre lo lícito y lo ilícito. No es del caso enumerarlas el lector sabrá a cuales me refiero. Y ello genera esta pregunta: ¿puede ser aspirante a la función pública quien no transita un camino de recta moral?

Los dictados de la lógica y el común de los sentidos sugieren una apresurada respuesta negativa. No obstante, satisfecho el interrogante formulado, a fuer de sinceros. confesamos la imposibilidad de hallar -como en otros casos- pautas indicativas de idoneidad en este aspecto.

Los obstáculos son varios y fundados. pero hay un dato decisivo que radica en saber ¿quién juzga la calidad del candidato de quien se dice no llena tal recaudo? No puede serlo la justicia ordinaria, pues la actividad aunque reñida con la moral y buenas costumbres es lícita; y si para ello se creara un tribunal especial o Junta de Notables, la construcción caería por su base al permitir una enorme brecha capaz de conducir al discrecionalismo y la arbitrariedad. Es, sin lugar a dudas. una incongruencia una de las cantas que existen entre el mundo político y el mundo moral y ante la imposibilidad de instrumentar su reglamentación en forma objetiva, parece atinado confiar en la capacidad de elección del ciudadano ante las urnas.

Reflexiones finales
Se nos ocurre que asistimos a un momento decisivo, culminante en el devenir histórico argentino, y esa sola circunstancia nos impone, a modo de conclusión de la presente, una serie de reflexiones. Hace tiempo ya que la democracia viene siendo cuestionada. Mucho se habla de las crisis que la afectan, y soportes aparentemente inconmovibles, como la representación, sufren el embate derivado de un proceso de descreimiento que mina las legítimas creencias del soberano.

Ya hemos dicho en otras ocasiones que aunque las crisis no son institucionales, pues los poderes del Estado son impersonales, ellas son reales y reflejan un estado de disvalores que contribuye a generar una manifiesta indisponibilidad al ejercicio de toda empresa. La duda supera, a veces, toda posibilidad de emprendimiento.

Por otra parte, cuando en la vida de relación un sujeto intenta una empresa y no la concibe, advirtiendo luego que ha fallado en la elección de los medios, a éste le quedan dos alternativas, o desiste de su cometido, o vuelve a insistir tratando de perfeccionar su metodología. La figura resulta válida para explicar en un plano de analogía cuál es la única opción que en esta instancia colegimos.

Si las experiencias de los reiterados intentos que apuntaban a la concreción de una democracia sólida no se han realizado a su tiempo, no es del caso que renunciemos a esa forma de vida, porque para el Estado la otra alternativa es la autocracia que se traduce en el totalitarismo y su negación del individuo. Muy por el contrario, por convicción, por naturaleza y hasta por necesidad se debe insistir en la primigenia tesitura democrática.

Pero como aquel personaje emprendedor de nuestro ejemplo, parece elemental que advertidos de las falencias de otrora, hemos de sustituir los medios en procura del común anhelo de grandeza. En ese contexto inscribimos la necesidad de reglamentar la idoneidad que consagra el art. 16 de la Constitución Nacional, porque ello permitirá que accedan al poder los más aptos. Es claro que no toda la problemática nacional es de idoneidad, hay otros frentes tan o más importantes que el de nuestro tema.

Pero que no quepa duda que debe ser asumido. La experiencia histórica lo exige.

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