Autor de una obra tan extravagante como su propia vida, su Diccionario del diablo, libro de la más alta tradición satírica, cumple 100 años. Aquí, una lectura filosófica de esta colección de cínicos aforismos con la que Bierce atacó a todos los estratos de la sociedad.
En la obra del escritor y periodista Ambrose Gwinett Bierce (1842-¿1914?), comparado demasiadas veces con Poe, Hawthorne o Bret Harte a fin de ubicarlo como uno los grandes narradores estadounidenses del siglo XIX, el Diccionario del diablo (cuya edición definitiva se publica en 1911) supone un inconveniente insalvable: indica que su autor, además de escribir relatos terroríficos o fantásticos, cuentos lúgubres o de humor negro, se ganaba la vida escribiendo textos satíricos. Y no sólo eso. La colección de 998 aforismos y definiciones que componen este libro ya clásico, publicado en fragmentos en diversos periódicos y revistas durante más de veinte años, pertenece a la más alta tradición de la literatura satírica, desde el cínico Bion de Borístenes (el creador de la “diatriba” hacia los siglos III y II a.C.) a Horacio, de Petronio a Juvenal (el último de los grandes satíricos romanos), de Cervantes a Moliére, de Shakespeare a Rabelais, de Quevedo a Swift, de Voltaire a Bernard Shaw. En esta estirpe de maestros del sarcasmo y la burla, muy antigua en la cultura occidental, se inserta Bierce a través de un “diccionario” (The Devil’s Dictionary en inglés) que ironiza todas las formas de la hipocresía, la mentira, la corrupción, la vulgaridad y la estupidez humana. Quizá, si lo hay, un tema inmortal.
Dicho rápidamente: Bierce nace en Meigs County (Ohio), en un numeroso hogar de campesinos pobres y se educa en la biblioteca de su padre y en una imprenta en la que trabaja desde niño. A los 17 años, lo envían al Kentucky Military Institute. Luego, regresa a Indiana y trabaja en la granja de los padres, como albañil y mozo. Cuando estalla de la Guerra de Secesión, se enrola en el Ejército del Norte e interviene en varias batallas hasta que resulta herido en la cabeza. Luego, consigue emplearse en Alabama como administrador del algodón. Después viaja a Nueva Orleans y Panamá y, en 1865, se incluye en una expedición contra los sioux. En San Francisco (donde se encuentran Mark Twain y Bret Harte), en septiembre y noviembre de 1867, publica dos poemas en el Californian y, también, un ensayo satírico sobre el sufragio de la mujer. Colabora en varias publicaciones, hasta que en 1868 lo nombran redactor del Town Crier, en donde escriben humoristas. Por entonces se hace amigo de Twain, quien como él se dedica al periodismo impertinente. Desde enero hasta junio de 1871, con seudónimo, publica varios artículos en el Overland Montly y su primera historia: “El valle atormentado”. En diciembre de ese año se casa y viaja a Londres. Allí, escribe para la revista Fun y el semanario Figaro y envía artículos al Alta California sobre noticias de Inglaterra. Entre julio de 1872 y marzo de 1873 publica en Fun una serie de exitosos trabajos y da a conocer sus primeros libros de relatos y artículos.
De regreso, en 1877, trabaja en la revista Argonaut. En junio, publica La Danza de la muerte (The Dance of Death). En 1880, de pronto, se muda a Dakota para administrar un yacimiento de oro. Al año siguiente retorna a San Francisco y comienza a trabajar en el semanario Wasp en una sección compuesta de aforismos e inicia el Diccionario, una idea sobre la cual venía trabajado bajo el título El libro del cínico (The Cynic’s Word Book). En 1886, lo llama el sensacionalista The San Francisco Examiner de W. R. Hearst. En 1892 publica Cucarachas en ámbar (Black beetles in amber) y en 1895 empieza a escribir para el New York Journal, también de Hearst. Después de vivir un tiempo en Nueva York, en noviembre de 1896 vuelve a San Francisco, en donde permanece hasta 1899. En esos años publica Cuentos de soldados y civiles (Tales of soldiers and civilians), quizá su libro más conocido; El monje y el verdugo Doughter (The monk and the Hangman’s Doughter); ¿Pueden suceder tales cosas? (Can such things be?), y Fábulas fantásticas (Fantastic fables). A fines de 1899 se va a vivir al Este. Sigue en las publicaciones de Hearst hasta 1906, debido a una disputa con éste, aunque continúa escribiendo para otro de sus pasquines, Cosmopolitan. En ese año se publica The Cinic’s Word Book, la primera versión del Diccionario. En 1907 aparece Un hijo de los dioses y un Jinete en el Cielo (A son of the gods and a Horseman in the Sky). Dos años después, publica una colección de ensayos y, finalmente, entre otros, en 1911, el Diccionario.
Desde 1909 hasta 1912, Bierce prepara sus Collected Works y una vez terminado el trabajo renuncia a la literatura. Asmático crónico, separado de su mujer desde 1888 y con dos hijos muertos, sale de Washington el 2 de octubre de 1913 y visita los sitios donde había combatido en la Guerra Civil. Llega a Nueva Orleans, atraviesa San Antonio y Laredo. De ahí se dirige a El Paso, Juárez y Chihuahua. A los 71 años, envía su última carta el 26 de diciembre, en donde dice que intenta ir a Ojinaga al día siguiente a reunirse con el ejército de Pancho Villa. Esta ciudad es sitiada el 1º de enero de 1914 y cae el 11 de enero, luego de una cruenta batalla. Los cadáveres se queman en grandes pilas. Quizá en Ojinaga muere Bierce, a quien morir entre sábanas le parecía de dudoso gusto.
Solo contra todos. En general, el Diccionario es una burla contra la vida civilizada, al modo del cinismo antiguo (al menos desde Menipo de Gádara, filósofo cínico del siglo III a.C., cuyo estilo escéptico y ofrendado a la burla y el escarnio influye en las llamadas “sátiras menipeas” romanas) o del fundador de la sátira latina, el aristocrático Cayo Lucilio (180-103 a.C.), escritor pesimista pero apoyado en cierto trasfondo moral que le permite atacar sin reservas a todos los estratos y comportamientos de la sociedad (amigos o enemigos, vida pública o privada, patricios o plebeyos), con la pretensión de corregir los defectos sociales a través de la afrenta y el sarcasmo. A tan lejos, si se quiere, se remonta el Diccionario. De hecho, recurre incontables veces al epigrama, un género breve –no más que unas frases– que difiere de la sentencia o la máxima por su mordacidad (fulminante, si es posible) contra alguien o algo, que se desarrolla a partir de los epitafios en los monumentos funerarios romanos. Si bien las entradas suelen dan lugar a relatos absurdos o descabellados, por lo común se limitan a definir o ilustrar las palabras en pocos enunciados o dichos epigramáticos. A veces basta una frase o un solo vocablo define otro. El título original del libro –The Cinic’s Word Book–, que no le gustaba demasiado a Bierce, lo dice todo con respecto a su idiosincrasia anticivilizatoria (por lo tanto, antimoderna) y al tono gracioso e irónico que predomina en él, lo que no necesariamente excluye la ofensa y el insulto más o menos directo. En todo caso, en esto hay menos misantropía que una sensibilidad descreída del orden humano del mundo, como si desde antiguo la humanidad hubiera equivocado el camino.
La lexicografía tragicómica del Diccionario describe una especie de orbe o de universo caído en un sistema dominado por falsificaciones y simulacros. El mismo significado de las palabras se encuentra falseado, ya que la mayoría de las veces expresan lo contrario o algo por completo distinto y más desagradable. La inversión de la definición corriente de los vocablos constituye una constante en la técnica de Bierce, lo que provoca un marcado efecto de falseamiento de los valores morales (muy propio del legendario cinismo de Diógenes de Sinope, para quien su tarea consistía en paracharáttein tó nómisma, es decir, en “acuñar” o “falsificar moneda” en el sentido de “trasmutar los valores”) y, en consecuencia, de desmentida general de la identidad del signo. Finalmente, las palabras disimulan más (bastante más) de lo que comunican o significan. El Diccionario funciona como el dispositivo de desenmascaramiento de un mundo de simulaciones, donde las relaciones humanas y sociales están distorsionadas por entero y sometidas a principios triviales y mediocres que se presentan como superiores y excelsos. La civilización del progreso, con sus vías férreas y grandes ciudades, teléfonos y fonógrafos, latas de tomate y botellas de cerveza, que se exalta a sí misma como heraldo de la paz y la democracia, por el contrario, encarna una nueva barbarie basada en el optimismo de la razón y el poder de los ricos. La cerradura es su insignia. La esfera política, por esta razón, consiste en un reino más bien bizarro donde el dinero y la codicia traban alianza y el político, lejos de ser una figura de los ideales de la libertad y la igualdad, compone un pequeño monarca o reyezuelo (o, incluso, un “cerdo engrasado”) venal y mentiroso.
Del mismo modo, se atacan todas las instituciones modernas y liberales, las cuales se definen mejor como modalidades de la servidumbre y el conformismo que de emancipación del individuo. El periodismo (simbolizado por el secretario de redacción, un “censor severamente virtuoso”) también recibe su dosis específica de irrisión y desprestigio, como la novela (un “cuento inflado”), la filosofía ilustrada (en especial, Descartes, Locke y Kant), la filosofía antigua (Platón y otros), el positivismo, la lógica, la historia, el patriotismo, el comercio, los procesos judiciales, la policía (“Fuerza armada destinada a asegurar la protección al expolio”), el parlamento y el clero. En el Diccionario, la religión y el cristianismo en todas sus formas, las creencias esotéricas y espiritualistas, como la teosofía, son ridiculizadas como productos del temor, la ignorancia y la simpleza. El dios cristiano ha sido creado por los hombres a imagen y semejanza de sí mismos, y el creyente en las enseñanzas de Cristo las acepta siempre y cuando le permitan pecar. El santo no resulta más, al fin y al cabo, que un pecador fallecido y rehabilitado en otros términos después de la muerte. La inmoralidad, por otra parte, no se relaciona con la religión sino con cuestiones prácticas. Se llama “inmoral” a lo poco práctico, a lo que no responde a ninguna utilidad, y “moral” a una norma relativa que cambia según las épocas y regiones.
Claro, en la tierra caída del Diccionario bajo la electricidad y el afán de lucro, los sacerdotes y los banqueros, el sufragio y la manipulación de las palabras, se derrama inmoralidad por doquier, y especialmente en la conducta moral. La paradoja gobierna todo el sistema. Las virtudes no son más que ciertas abstenciones y la verdad (o la realidad) se confunde con la apariencia, el deseo y los intereses personales. La veracidad se interpreta como tontería y falta de educación. El placer no se distingue del tedio, la amistad de la deslealtad, la opinión de la reflexión, la generosidad del egoísmo, la impunidad de la riqueza, la justicia de la injusticia, la libertad de la esclavitud. Quizá en un tiempo, a juzgar por algunas entradas del Diccionario, este mundo era un lugar maravilloso y mágico, extraordinario y pleno de misterio, pero ya no existe. Lo ha extinguido y reemplazado la pura objetividad de las cosas, el humo de las industrias, las imágenes fotográficas, los ferrocarriles, las supersticiones del progreso, etc. Según Bierce, en los Estados Unidos la sátira nunca ha prosperado porque los norteamericanos, que están llenos de vicios y locuras, no las consideran reprobables. El satírico es sólo un infame amargado.
Definiciones diabólicas*
Acusar, v.t. Afirmar la culpa o indignidad de otro; generalmente, para justificarnos por haberle causado algún daño.
Aplauso, s. El eco de una tontería. Monedas con que el populacho recompensa a quienes lo hacen reír y lo devoran.
Autoestima, s. Evaluación errónea.
Belleza, s. Don femenino que seduce a un amante y aterra a un marido.
Bruja, s. (1) Mujer fea y repulsiva en perversa alianza con el demonio. (2) Muchacha joven y hermosa, en perversa alianza con el demonio.
Confort, s. Estado de ánimo producido por la contemplación de la
desgracia ajena.
Conservador, adj. Dícese del estadista enamorado de los males existentes, por oposición al liberal, que desea reemplazarlos por otros.
Desprecio, s. Sentimiento que experimenta un hombre prudente ante un enemigo demasiado temible para hacerle frente sin peligro.
Entusiasmo, s. Dolencia de la juventud, curable con pequeñas dosis de arrepentimiento y aplicaciones externas de experiencia.
Futuro, s. Epoca en que nuestros asuntos prosperan, nuestros amigos son leales y nuestra felicidad está asegurada.
Idiota, s. Miembro de una vasta y poderosa tribu cuya influencia en los asuntos humanos ha sido siempre
dominante. La actividad del Idiota no se limita a ningún campo especial de pensamiento o acción, sino que “satura y regula el todo”. Siempre tiene la última palabra; su decisión es inapelable. Establece las modas de la opinión y el gusto, dicta las limitaciones del lenguaje, fija las normas de la conducta.
Optimismo, s. Doctrina o creencia de que todo es hermoso, inclusive lo que es feo; todo es bueno, especialmente lo malo; y todo está bien dentro de lo que está mal. Es sostenida con la mayor tenacidad por los más acostumbrados a una suerte adversa. La forma más aceptable de exponerla es con una mueca que simula una sonrisa. Siendo una fe ciega, no percibe la luz de la refutación. Enfermedad intelectual, no cede a ningún tratamiento, salvo la muerte. Es hereditaria, pero afortunadamente no es contagiosa.
Rezar, v.i. Pedir que las leyes del universo sean anuladas en beneficio de un solo peticionante, confesadamente indigno.
Solo, adj. En mala compañía.
*Traducción de Rodolfo Walsh
Fuente:
www.perfil.com