Beatriz Sarlo
Para LA NACION
El velatorio, ayer, de Bernardo Salgueiro, uno de los muertos durante los incidentes del martes pasado. Foto Ricardo Pristupluk
Las extensiones verdes del sur de Buenos Aires se han convertido en la explanada de la furia. Cuando se las recorre a pie bajo la luz de un día cualquiera, siempre dan la impresión, por el abandono, la herrumbre y las montañas de basura, de que son el campo de una batalla que todavía no ha sucedido o que ha sucedido hace mucho tiempo. Bueno, ayer se peleó esa batalla. Los planos de televisión mostraron una misma escena: corridas, golpes, fuegos, estallidos, pero, sobre todo, gente que va y viene, de un lugar a otro, gritando. Hombres y mujeres que se mueven como si, de pronto, hubiera desaparecido el Estado, del que quedan, apenas, las ambulancias. Se separaron las piezas que habitualmente, con dificultad, encastran. Estalló una cólera que tiene más años que el breve lapso de la ocupación de unos terrenos. Probablemente una investigación encontrará coágulos organizados. Pero esta ola viene de abajo y una corriente que nadie calculó tan fuerte la hizo llegar a los baldíos de Soldati.
Hay muchas villas miseria. Hay también una forma llamada villa, perturbadora tipología urbanística que organiza el espacio, las personas y los recursos. Los muertos de Soldati han demostrado (por si hacía falta) que la villa es el gran problema nacional. La mayor parte de las villas son húmedos laberintos de chapa o ladrillo, que el tiempo no carcome porque antes los ataca la podredumbre. La mayor parte de los villeros (palabra que se usa despectivamente, cuando debería usarse como descripción de un estado de extrema necesidad) son víctimas de la explotación: el trabajo precario, la especulación que se despliega sin miramientos en viviendas cuyos metros cuadrados cotizan como si fueran dignas de un ser humano, las redes de distribución de droga, los desarmaderos, la inseguridad que golpea todo el tiempo. La comida se paga más cara en la villa; el aire es insano; la red de servicios, inexistente o fatalmente peligrosa. Todo está contaminado o carcomido o derrumbándose o reparado a medias.
Hay muchas villas miseria. Hay también una forma llamada villa, perturbadora tipología urbanística que organiza el espacio, las personas y los recursos. Los muertos de Soldati han demostrado (por si hacía falta) que la villa es el gran problema nacional. La mayor parte de las villas son húmedos laberintos de chapa o ladrillo, que el tiempo no carcome porque antes los ataca la podredumbre. La mayor parte de los villeros (palabra que se usa despectivamente, cuando debería usarse como descripción de un estado de extrema necesidad) son víctimas de la explotación: el trabajo precario, la especulación que se despliega sin miramientos en viviendas cuyos metros cuadrados cotizan como si fueran dignas de un ser humano, las redes de distribución de droga, los desarmaderos, la inseguridad que golpea todo el tiempo. La comida se paga más cara en la villa; el aire es insano; la red de servicios, inexistente o fatalmente peligrosa. Todo está contaminado o carcomido o derrumbándose o reparado a medias.
La villa creció durante décadas. Quien bordee la 1-11-14 mirando hacia adentro, hacia el fondo de los pasillos, quizá llegue a tener una lejana idea del estado de su precaria inhumanidad. Es un mundo que, a muchos, no les parecerá Buenos Aires: los quioscos venden bebidas y golosinas diferentes, se escuchan otras lenguas. No todas las villas son iguales. A pocos centenares de metros está el Barrio Charrúa, donde viven bolivianos y argentinos de origen boliviano. Hay una escuela, una iglesia con monjitas llegadas de Santa Cruz de la Sierra, una Virgen de Copacabana a la que se celebra esplendorosamente en octubre. Esa villa tiene muchos rasgos de comunidad integrada. Pero algunos vecinos me dijeron: "Vienen de enfrente [enfrente es la 1-11-14] a venderles droga a nuestros muchachos".
La villa es un conglomerado de provincianos y de migrantes de países limítrofes. Porque la villa está llena de provincianos que llegan (como llegaría cualquiera de nosotros buscando un hospital o una escuela más accesibles), las provincias no deberían sentirse materialmente ajenas a esta cuestión nacional. La villa no es un problema exclusivo de Buenos Aires, de los tres cinturones del conurbano, ni de Rosario.
Los migrantes extranjeros, por su parte, nos recuerdan que el cosmopolitismo argentino es un cosmopolitismo de abajo. Primero fueron nuestros antepasados europeos, que a las elites del primer Centenario no les parecieron ni suficientemente europeos ni suficientemente rubios, ni suficientemente entrenados en los oficios técnicos. Esos italianos, españoles, rusos, polacos, judíos representaban el peligro de una mezcla que no se ajustaba a la idea del extranjero "deseable". Hoy sus descendientes son argentinos típicos, resultado de historias exitosas cuyo motor fue el mercado de trabajo, la escuela, la ciudadanía política y la extensión de derechos sociales. El cosmopolitismo despreciado por las elites de 1900 hoy nos parece la esencia misma de la argentinidad.
Pero ahora llegan otros hombres y mujeres que, a diferencia de los migrantes del novecientos, no están en los planes de nadie, ni del Estado, ni de los gobiernos, ni de los ideólogos. En el mundo globalizado las migraciones no son deseadas, salvo cuando hace falta alguien que haga determinado trabajo que los locales rechazan o no son suficientes para realizarlo. Acá, con el cortoplacismo que es la enfermedad senil de la política argentina (aunque ataque a políticos relativamente jóvenes), nadie pensó en los migrantes que seguirán llegando. Los paraguayos y bolivianos son los nuevos extranjeros sospechosos. Hay que recordar que la Constitución les asegura igualdad de derechos. El Preámbulo no hace diferencias; fue escrito también para "todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino". A los que no les guste esa línea del Preámbulo, les espera la tarea de cambiarlo, si es que se animan.
Con la villa especula el delito. La miseria, la desprotección y la sensación de "no ser igual" producen una zona blanda, desprotegida, a merced de todas las invasiones a derechos y de las injusticias más flagrantes: el trabajo esclavo en talleres clandestinos, la prostitución infantil, las redes criminales, la deriva que produce el barrabravismo como forma cultural ya naturalizada en el fútbol, los sindicatos, los arrabales de la política.
El habitante de ese conglomerado llamado villa tiene, a veces, muy poco para perder. Basta con que se corra la voz y se monte una organización sobre el rumor; basta con que los especuladores armen una base de maniobra. Los muy pobres se trasladan sin dificultad porque sus pertenencias son escasas. Cargan a sus hijos y se largan hacia una esperanza que no se cumple, imaginando un horizonte que se aleja como un espejismo; viven fuera de las redes que aseguran la inclusión de hombres y mujeres en una sociedad. Y si alguien no se siente incluido no hay muchas razones (excepto la represión) para ser leal a ese espacio que no lo incluye.
En algunos rincones apenas más luminosos, un cura, un comedor comunitario, una colectividad como la boliviana que organiza su fiesta anual, son anclas que impiden la dispersión. Pero, quien conoció la villa en los años sesenta sabe bien que entonces las organizaciones estaban allí muy presentes, creando identidad y pertenencia. Esas villas se parecían un poco a barrios obreros. Hoy las organizaciones subsisten con dificultades gigantescas, bajo la amenaza del crimen, peticionando a autoridades que no renuncian, ni siquiera en este extremo, a reforzar la cadena de sus clientes. No hay buena sociedad donde escasea el cemento de las instituciones.
Los muertos de Soldati tienen sus implicados. Ya se señaló la frivolidad del gobierno nacional y el discurso subconstitucional del gobierno porteño. Vendrá la investigación sobre los tiros y las armas. Pero esos muertos tomarán su trascendente sentido histórico cuando se reconozca que es la villa como espacio de condena social y humillada extranjería la que abrió el escenario de la tragedia que la política ni previó ni evitó.
Fuente:http://www.lanacion.com.ar/ Sábado 11 de diciembre de 2010
Carlos Alberto Da Silva
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