Por Juan B. Justo
Voces: PRESUNCION DE LEGITIMIDAD ~ RESOLUCION ADMINISTRATIVA ~ ACTO ADMINISTRATIVO ~ ADMINISTRACION PUBLICA ~ EJECUCION FISCAL ~ REVISION DEL ACTO ADMINISTRATIVO ~ REVISION JUDICIAL DEL ACTO ADMINISTRATIVO ~ DEBIDO PROCESO ~ PRUEBA ~ VALIDEZ DEL ACTO ADMINISTRATIVO ~ PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO ~ CARGA DE LA PRUEBA ~ PRESUNCION
Publicado en: La Ley Sup. Adm.2010 (septiembre), 16
I. Presentación.- II. El carácter asistemático de la presunción a favor del Estado.- III. La corrección de las decisiones públicas en una democracia deliberativa y la deferencia judicial.- IV. ¿Cargas en conflicto? Una alternativa transaccional y su traslado al razonamiento judicial.- V. Aclaraciones finales.
I. Presentación
En este trabajo se ensaya el examen crítico de algunos puntos significativos del discurso tradicional sobre el control judicial de los actos gubernamentales, con el fin de avanzar — desde allí— en la construcción de pautas de ponderación más precisas para el ejercicio de la labor jurisdiccional en una democracia deliberativa. Sobre la base de postular el rasgo asistemático de la presunción de validez de los actos estatales que ese discurso adopta como punto de partida, se propondrá la utilización en el marco del razonamiento judicial de una serie de reglas cuya conjugación puede contribuir a la superación de los conflictos que produce la decisión constitucional de encomendar al juez la tutela de ciertos derechos que actúan como un "coto vedado"(1) a las mayorías democráticas.
Desde ese prisma, se planteará que el análisis judicial no debe arrancar de una presunción a favor del Estado, sino que debe orientarse hacia la armonización de los criterios de legitimación comprometidos mediante el recorrido de dos estadios sucesivos de distribución de las cargas justificatorias: a) En una primera etapa del control, recaerá sobre el Estado la carga argumental y probatoria del efectivo y auténtico respeto de los procedimientos constitucionales de adopción de decisiones públicas, pauta que se engloba en la noción genérica de debido proceso, que demanda un escrutinio intenso por parte del juez y ante cuya ausencia la decisión cae, sin importar su contenido; b) Si el Estado demuestra la sujeción al debido proceso en los términos indicados, ese extremo tendrá un peso significativo en favor de la corrección de la medida, que deberá ser debidamente ponderado por el magistrado al momento de abordar el control de su contenido y que se traducirá en la carga del ciudadano de demostrar la invalidez sustancial de aquélla.
Esta disociación de las cargas justificatorias — primero las formas esenciales a cargo del Estado y luego la ilegitimidad del contenido de la decisión a cargo del ciudadano— puede resultar una metodología útil para superar las tensiones presentes en la labor judicial democrática. Precisamente, el primer paso del análisis propuesto se sustenta en que la consagración constitucional de los derechos cuyo amparo se confía al juez tiene por objeto "atrincherar"(2) determinados intereses de las personas para evitar que ellos puedan ser dejados de lado sin su consentimiento mediante la invocación de intereses de otra gente que se juzgan más importantes en sí mismos o por el número de sus titulares; mientras que el segundo procura dar cuenta de la lógica deliberativa como ideal regulatorio último que, en el marco de una democracia, se ve plasmado en la sujeción a procedimientos de diálogo público y plural como criterio de justificación de normas e instituciones.
Fuente: http://www.laleyonline.com.ar/
Luis Emilio Pravato
II. El carácter asistemático de la presunción a favor del Estado
1. Libertades y cargas justificatorias.
El control judicial de las diferentes expresiones del poder público — leyes, reglamentos o actos administrativos— tiene un habitual punto de partida en la presunción de validez de esas decisiones. Como resultado de ese dato inicial, (3) la carga argumental y probatoria de la ilegitimidad de la medida recae en la persona que pretende liberarse de las obligaciones que ella impone para, de esa forma, verse restituida a su status inicial de autonomía.
Sin embargo, en un sistema de reparto del poder como el que proyectan los arts. 19 de la Constitución argentina y 29.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos no cabe presumir que el Estado ha podido avanzar sobre una libertad, sino exactamente lo contrario. Esa es la consecuencia interpretativa más relevante de la idea de gobierno limitado propia del paradigma de legitimación plasmado en el ideario de las revoluciones liberales de los siglos XVII y XVIII. Resultado de ello es el rasgo asistemático de la idea misma de presunción de constitucionalidad o de validez de los actos estatales y el carácter de regla — y no de excepción— de la suposición inversa. La centralidad de la persona, que da sentido a nuestro ordenamiento como un régimen gubernamental pro homine, erige al goce pleno de los derechos en directiva hermenéutica primaria y desplaza hacia el Estado la carga argumentativa y probatoria de la validez y aplicabilidad de sus restricciones (4).
2. El debido proceso como modulación de la carga justificatoria estatal
Esa carga justificatoria en cabeza del Estado no se cumple de cualquier manera, sino que se encuentra regulada por un dispositivo jurídico preciso, que es el debido proceso. Esa noción es utilizada aquí desde una acepción amplia, que comprende tanto a la deliberación pública y genuina para la adopción de determinaciones generales como al derecho de defensa para la resolución asuntos individuales (5). Ambas perspectivas tienen un anclaje común en la posibilidad de ser oído antes de verse afectado por una decisión (6).
El debido proceso es también una consecuencia necesaria de reconocer un ámbito inicial de libertad que sólo puede verse limitado en la medida en que por los mecanismos procedimentales propios del sistema democrático se establezca de modo racionalmente fundado que la persecución individual de determinados intereses interfiere en la esfera propia de otros sujetos (7). Los derechos pueden ser objeto de regulación a fin de coordinar su ejercicio entre las personas y en función de ello existen medidas de restricción. Sin embargo, en tanto ellas son la excepción a la regla, es el Estado quien debe probar que cuenta con la autorización para avanzar sobre esas libertades, exhibiendo el título de intervención que le permite ingresar en el círculo de derechos que reconocen a la persona las constituciones y tratados (8).
El ordenamiento establece un modo específico de acreditar la disponibilidad de ese titulo, que no es otro que el cumplimiento de las reglas establecidas constitucionalmente para la adopción de decisiones públicas que aquí abordamos bajo la noción de debido proceso. En otras palabras, el Estado debe probar la autorización y la única forma de hacerlo es el debido proceso. Sin él no hay posibilidad de interferencia, pues no se puede justificar la competencia estatal en el caso y por ende el poder que se intenta ejercer queda despojado de su calidad de jurídico.
El análisis no debe partir, entonces, de una sospecha metafísica a favor del Estado sino del análisis práctico de la dinámica de fuerzas involucrada en la tarea de control judicial en el marco de una constitución democrática. Desde esa perspectiva, el problema no pasa por que las leyes y actos se presuman constitucionales o no, sino por el grado de deferencia con que los jueces encaran el examen de las decisiones emanadas de los órganos con legitimidad democrática directa. Ese grado de deferencia depende de la intensidad con que se examine el cumplimiento de la carga argumental y probatoria que el debido proceso viene a modular.
III. La corrección de las decisiones públicas en una democracia deliberativa y la deferencia judicial
La negación de un carácter sustantivo a la presunción de validez de las actuaciones estatales no pretende abrazar un elitismo epistemológico que permita al órgano judicial privar de eficacia a leyes y actos a punto de partida de simples desacuerdos. Por el contrario, el juez debe reconocer como un factor gravitante a favor de esas decisiones el que ellas sean el resultado de procedimientos de diálogo público y plural, pues el acatamiento de esos procedimientos constituye en nuestro sistema un dato fuerte a favor de la corrección de las resoluciones que de ellos emanan. Esto no sucede por ninguna virtud inmanente o mística, tampoco exclusivamente por provenir de la mayoría, sino porque lo decidido es el resultado de mecanismos de justificación intersubjetiva. Desde esta perspectiva, el juez debe ser deferente al contenido de esas determinaciones.
Como vemos, el debido proceso tiene un doble papel: constituye la única forma de probar el título de interferencia en la esfera individual, pero es a la vez fuente de una presunción favorable a la medida estatal que encarna esa interferencia.
IV . ¿Cargas en conflicto? Una alternativa transaccional y su traslado al razonamiento judicial
1. Principio pro homine ¿vs.? Principio democrático.
Tenemos, al parecer, dos cargas justificatorias contrapuestas: El Estado debe probar la validez de su decisión mostrando su título de intervención y el ciudadano debe derrotar la presunción a favor de ese título fundada en su origen deliberativo. El abordaje pro homine crea una suposición en contra del Estado, mientras que la democracia crea una a su favor.
Una forma posible de superación de esa contraposición consiste en entender a esas cargas como sucesivas. El Estado sólo puede beneficiarse argumentalmente de la democracia — por medio de la deferencia judicial— si demuestra haberla respetado efectivamente, para lo cual deberá probar que la decisión fue precedida del debido proceso (9). Si lo hace, ese esquema de toma de decisiones constituye un factor significativo — aunque no concluyente— a favor de la medida, que reclama la debida atención por parte del juez.
2. Pautas para el análisis judicial de las medidas gubernamentales.
De acuerdo a lo anterior, una alternativa posible para equilibrar los puntos en tensión consistiría en un razonamiento judicial dividido en dos estadios sucesivos: a) En un primer paso, el Estado debe probar al juez que su decisión — general o individual— ha sido construida respetando el debido proceso. Ello demanda un escrutinio intenso e incluye dar cuenta de los componentes que condicionan la racionalidad y autenticidad del proceso utilizado para llegar a la resolución, es decir, competencia, causa, finalidad y formas (previas — en especial procedimientos— , concomitantes — en especial, motivación— y posteriores a la emisión — en especial publicidad— ) (10). Si no logra esta demostración, el acto cae porque el Estado no exhibió su título de intervención, con lo cual el análisis no avanza; b) Si el Estado da cuenta de esos extremos, el juez debe acometer el control del contenido de la medida tomando como punto de partida la presunción de corrección de las decisiones derivadas de procesos de deliberación pública y plural, por lo que será carga del ciudadano refutar esa presunción. Como dijimos, la prueba del debido proceso es primero conditio sine qua non de validez y luego germen de la justificación prima facie de la decisión estatal.
V. Aclaraciones finales
Es importante hacer notar que si nos atenemos estrictamente al planteo inicial referido a la labor justificatoria plena (formal y sustancial) en cabeza del Estado que se desprende del pro homine, la matización planteada en este trabajo — carga probatoria distribuida en dos etapas, primero las formas a cargo del Estado y luego la invalidez nuclear a cargo del ciudadano— no sería consistente. Sin embargo, ella se propone en un intento de equilibrar los puntos de tensión involucrados, por vía de procurar que la regla de la libertad, que predica la presunción en contra del Estado y su correlativa carga justificatoria completa, se concilie con un sistema institucional de toma de decisiones basado en el trato deferente hacia las determinaciones que derivan de procesos de diálogo genuino. En resumidas cuentas, la disociación de cargas justificatorias en el razonamiento judicial procura enlazar la noción de derechos individuales como cartas de triunfo frente a las mayorías con el principio democrático que erige a esas mayorías como base última de sustentación de las decisiones públicas.
(*) "Los actos gubernamentales gozan de la presunción de validez y no admiten descalificación por la sola manifestación de voluntad de los administrados" (CSJN, Lipara, 1961, Fallos, 250:36). "Técnicamente conocido por Z-8, el pescadito de oro es sumamente pequeño, a tal punto que si fuera posible imaginar una gallina del tamaño de una mosca, el pescadito de oro tendría el tamaño de esa gallina" (Julio Cortázar, "Un pequeño paraíso", en Un Tal Lucas. Cuentos Completos / 2, Alfaguara).
(1) MORESO, JOSE J., "Derechos y justicia procesal imperfecta", Revista Doxa, Nº 1, Madrid, 2000, p. 15. Sobre ese concepto ver también GARGARELLA, ROBERTO, "Los jueces frente al coto vedado", Revista Discusiones Nº 1, Madrid, 2000, p. 53; MORESO, JOSE J., "Sobre el alcance del precompromiso", Discusiones Nº 1, cit. p. 95. El presupuesto de la constitucionalización de derechos y su incidencia sobre el control judicial en la democracia es objeto de un apasionante debate que puede advertirse en obras como BICKEL, ALEXANDER, The least dangerous Branch: The Supreme Court at the Bar of Politics, Bobbs-Merrill Educational Publishing, Indianápolis, 1978; GARGARELLA, ROBERTO, La Justicia frente al Gobierno. Sobre el carácter contramayoritario del Poder Judicial, Ariel, Barcelona, 1996; NINO, CARLOS S. La Constitución de la Democracia Deliberativa, Gedisa, Barcelona, 2003; GARZON VALDEZ, ERNESTO, Derecho, Etica y Política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993; WALDRON, JEREMY, "A Right-Based Critique of Constitutional Rights", Oxford Journal of Legal Studies, 13 (1993), p.18-51; ELY, JOHN H., Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review, Harvard University Press, Cambridge, 1980; TUSHNET, MARK, Taking the Constitution Away from the Courts, Princeton University Press, New Jersey, 2000, KRAMER, LARRY D., The People Themselves: Popular Constitutionalism and Judicial Review, Oxford University Press, New York, 2005; entre otras.
(2) NINO, CARLOS S., Etica y Derechos Humanos, Astrea, Buenos Aires, 1989, p. 261.
(3) Que para el discurso tradicional sólo cede en el acotado plano de las categorías sospechosas (CSJN, Repetto, 1988, Fallos, 311:2272; Calvo y Pesini, 1998, Fallos, 321:194 y en especial Hooft, 2004, Fallos, 327:5118; Gottschau, 2006, Fallos, 329:2986 y Mantecón Valdés, 2008, Fallos, 331:1715) y el acto administrativo irregular. En cuanto a las primeras, entiendo que el "criterio de ponderación más exigente que el de mera razonabilidad" que las caracteriza, y que se traduce en la inversión de la carga justificatoria, no debería constituir un supuesto aislado sino la regla de un control judicial que entienda a la reglamentación de los derechos como excepción al principio general de su goce pleno. Respecto del acto irregular, cabe simplemente apuntar la relativa utilidad de esta noción, desde que no hay en ese caso traslado del onus probandi o de la carga argumentativa hacia el Estado. La labor impugnatoria sigue en cabeza de ciudadano si éste quiere obtener la proclamación de ilegalidad que lo libere, aún frente al acto con vicios más groseros y ostensibles. Pese a las loables intenciones de la doctrina y la jurisprudencia, el sistema de derecho administrativo se encuentra hoy en el mismo punto que en 1941 al sentenciarse Los Lagos (CSJN, 1941, Fallos, 190:142): el acto administrativo -por serlo- es legítimo. Ni las disquisiciones de Pustelnik (CSJN, 1975, Fallos, 293:133) ni los embates de los autores que remarcaban que no puede presumirse que algo es lo que manifiestamente no es, han logrado alterar esto. Pareciera así que la tajante afirmación de la Corte en Pustelnik, de acuerdo a la cual la presunción de legitimidad "no puede siquiera constituirse frente al supuesto de actos que adolecen de una invalidez evidente y manifiesta", no pasa de una simple expresión de deseos, pues el problema no es la presunción de legitimidad sino que el acto con vicios evidentes y manifiestos es tratado como válido y resulta exigible hasta que un órgano estatal declare lo contrario, porque es solo con esa declaración que cesan sus efectos, no antes. El resto del asunto responde al grado de confianza del particular en arriesgarse a una ejecución forzosa en caso de reticencia. Precisamente el alto tribunal enfatizó que esa invalidez manifiesta y patente "solo requiere una declaración judicial o administrativa a su respecto, a diferencia de la invalidez oculta que requiere el enjuiciamiento previo para que se torne visible", mostrándonos el problema central del régimen del control judicial de la Administración: aún un acto que adolece de un vicio ostensible o patente requiere una declaración judicial o administrativa a su respecto. La frase según la cual el vicio ostensible sólo requiere declaración debe ser entendida como que aquél necesita nada menos que una declaración, lo cual invierte el sentido del fallo. El resultado real de esta sentencia es que — pese a no gozar de presunción de legitimidad— el acto con vicios patentes es tratado de modo similar al legal hasta que el Estado disponga lo contrario y es justamente ese extremo el que pone de resalto la inutilidad de la presunción de legitimidad, pues aún privando de la misma al acto éste se mantiene indemne hasta que se obtiene la proclamación de ilegalidad, extremo al que sólo es posible llegar luego de transitar un proceso donde la carga argumentativa y probatoria es del ciudadano. El acto irregular sólo existe desde el momento en que se lo califica como tal y ello solamente ocurre en la sentencia de anulación o (con suerte) en el acto de revocación, es decir, al final del camino. Lo sobresaliente es, en definitiva, la necesidad de esa declaración frente a la autotutela que permite a la Administración exigir el acatamiento de su decisión mientras se ve amparada por los instrumentos de la faz reduplicativa de ese privilegio posicional. Ya lo dijo la Corte sin rodeos: "en virtud de lo dispuesto por el art. 12 de la ley 19.549 se presume que toda la actividad de la Administración guarda conformidad con el ordenamiento jurídico. Dicha presunción subsiste hasta tanto no se declare lo contrario por el órgano competente" (CSJN, Alcántara Díaz Colodrero, 1996, Fallos, 319:1476, Cons. 6º). En realidad, no importa si el acto se presume o no legítimo; simplemente el particular no puede declarar la invalidez al hallarse prohibida la autodefensa, con lo cual los vicios que presente no pasan de ser una opinión. Esta característica traza la gran diferencia entre el acto privado (que — aunque nadie lo presuma ilegítimo— requiere de esa declaración de exigibilidad como resultado de la interdicción de la justicia por mano propia), frente al acto administrativo (que — aunque sea ilegítimo— , requiere también de esa declaración, pero de inexigibilidad).
(4) Esta idea se resume en las palabras de Mill tomadas por la Corte: "la carga de la prueba recae sobre aquellos que están en contra de la libertad, es decir, sobre los que están a favor de cualquier restricción o prohibición, ya sea cualquier limitación respecto de la libertad general de la acción humana o respecto de cualquier descalificación o desigualdad de derecho que afecte a una persona o alguna clase de personas en comparación con otras. La presunción a priori es en favor de la libertad y de la imparcialidad" (CSJN, Hooft, 2004, Fallos, 327:5118, cons. 3º, con cita de MILL, JOHN S., The Subjection of Women, Wordsworth Classics of World Literature, 1996, p. 118). El Principio 2º de Siracusa — Parte I, b)— establece que "la carga de justificar una limitación a un derecho garantizado por el pacto incumbe al Estado" (ONU, Consejo Económico Social, Comisión de Derechos Humanos, Principios de Siracusa sobre las disposiciones de limitación y derogación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, abril — mayo de 1984).
(5) A los efectos de este trabajo, la noción de "debido proceso" engloba la deliberación pública genuina en decisiones generales (que puede demandar en algunos casos la participación directa de los afectados y en otros encontrarse satisfecha a través de las reglas de la representación política) y el debido proceso "strictu sensu" en el marco de decisiones individuales, como los actos administrativos o sentencias judiciales. Cualquier grado de incidencia en el ámbito personal debe atender al debido proceso porque éste opera como una precondición de la libertad. O el Estado prueba que puede limitar el derecho o no lo hace y esa prueba es el debido proceso.
(6) Naturalmente, esta idea de ser oído demanda que los dichos del potencial afectado sean tomados en cuenta o refutados en la decisión final. No se trata de formulas rituales, sino de elaboraciones racionales en las que la motivación alcanza toda su virtualidad como garantia autonóma.
(7) Por ejemplo, acreditando que la acumulación de bienes no primarios (suntuarios) en manos de ciertos individuos conlleva la imposibilidad de otros individuos de acceder a ciertos elementos que se consideran primarios para facilitar la libre decisión sobre el curso de vida de cada uno.
(8) "El pleno ejercicio de las libertades es la regla en un Estado de Derecho, mientras que toda limitación de ellas es de interpretación restrictiva. En consecuencia, quien pretende afectar gravemente un derecho fundamental tiene la carga argumentativa de probar la existencia de una razón que lo justifique" (CSJN, Editorial Río Negro, 2007, Fallos, 330:3908, cons. 11).
(9) Ver en este punto, el déficit apuntando por Bianchi respecto de los procedimientos de formación de reglamentos en Argentina (BIANCHI, ALBERTO, "El control judicial bajo la doctrina de la deferencia", AA.VV, Control de la Administración Pública, Rap, Buenos Aires, 2003, p. 523 y ss. También, TAWIL, GUIDO S., Administración y Justicia, t. I, Depalma, Buenos Aires, 1993, p. 198).
(10) Esos elementos son inherentes a la validez de cualquier decisión estatal en un Estado de Derecho y por lo tanto no constituyen patrimonio exclusivo del acto administrativo. Los que conocemos como componentes esenciales del acto son, en realidad, factores de control de la racionalidad y juridicidad de cualquier medida pública y por ese motivo es posible recurrir a ellos para constatar la legitimidad de una ley o un reglamento. En efecto, a más de su importancia como pauta de reparto de competencias en los sistemas de doble jurisdicción, el acto administrativo encarna un principio político de primer orden que lo trasciende claramente como categoría conceptual y que se erige como precondición de todo acto estatal. Ese principio es el de la sumisión del poder público al ordenamiento y su significado consiste en revelar la necesidad de una declaración del Estado previa a su acción en la cual se verifique la habilitación jurídica para el obrar. Esa verificación se logra, precisamente, por conducto de los elementos tradicionales del acto, cuyo denominador común reposa en la conformación de una herramienta de control tasado de la subordinación de la decisión — legislativa o administrativa— al orden jurídico. En nuestro sistema es condición de validez de cualquier medida, no solo del acto, que el Estado explicite (forma y motivación) que el ordenamiento lo faculta expresamente a actuar (competencia) a partir de la efectiva existencia de ciertos hechos (causa) a los que se atribuye una consecuencia jurídica (objeto) que ha sido fijada luego de transitar los pasos previos (procedimientos) establecidos para asegurar que la decisión cumpla con el propósito que tuvo en miras el Derecho cuando reconoció el poder para emitirla (finalidad). Por tal razón, estos componentes clásicos del acto administrativo pueden extrapolarse al examen de la actividad legislativa o reglamentaria. En ambos casos se inspecciona el título — general o individual— de intervención y se cumple con la intención moderna de sometimiento del poder a la razón.
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