Por Roberto Gargarella
Para LA NACION, Viernes 17 de setiembre de 2010
Publicado en edición impresa .
La relación entre la Corte Suprema y el poder político es, desde hace tiempo, conflictiva, y el fallo que condena las inaceptables omisiones del gobierno de Santa Cruz aumentan esa conflictividad.
La situación resultante es, en todo caso, paradójica. Pocas cosas parecen tan importantes, para el máximo tribunal argentino, como la reconstrucción de su legitimidad, sobre todo luego de la catástrofe que siguió a la crisis de 2001, con cientos de personas que protestaron indignadamente frente a su sede (cuando no, peor aún, frente a los domicilios particulares de los magistrados del tribunal principal).
Lo ocurrido después de 2001 es su peor pesadilla (la pesadilla contra la cual, razonablemente, la Corte, y en particular, su presidente, aparecen trabajando todos los días). Con dicha motivación, el tribunal cuida sus pasos e intenta dejarle en claro al poder político que su lucha no es contra persona ni gobierno alguno, sino destinada a afirmar su autoridad, su independencia y su legitimidad popular (objetivos éstos, por cierto, no plenamente compatibles).
Sin embargo, a pesar de lo dicho, o por ello mismo, el poder político insiste cotidianamente en apuntar su dedo acusatorio contra el máximo tribunal, por actos en los que cree percibir actitudes conspirativas motorizadas por la justicia. Dicha agresiva actitud ?proveniente, sobre todo, del Poder Ejecutivo Nacional? ha probado ser relativamente exitosa.
La Corte se muestra sensible frente a los gritos y señalamientos del poder político, entendiendo, seguramente de modo equivocado, que la hostilidad que ocasionalmente recibe desde la política socavan su legitimidad y su autoridad. Por ello, frente a cada fallo que percibe crítico frente a lo que pretende el Gobierno, se empeña en dejar en claro que ella es plenamente capaz de tomar decisiones de otro sesgo, favorables a los intereses de las autoridades políticas del momento. Este resultado es, sin duda, un triunfo del Gobierno, que parece, de este modo, capaz de marcarle los ritmos, el énfasis y, en parte, la agenda al máximo tribunal.
A la Corte cabría decirle, entonces, que su autoridad no se resiente, sino que se fortalece cuando mantiene su conducta vinculada estrictamente a principios, y fallando conforme a derecho, en los tiempos y con el rigor propio requeridos por la defensa de los derechos en juego.
No se trata de que la Corte sea favorable o crítica frente al gobierno de turno, sino que deje de lado esos cálculos de oportunidad, para mantenerse estrictamente apegada al derecho, pensando menos en los costos políticos propios de cada decisión que toma. Se trata, en definitiva, de inclinarse indefectiblemente por los principios, antes que por la política, como diría el notable jurista Ronald Dworkin.
En este contexto, el duro fallo emitido por la Corte Suprema contra la gobernación de Santa Cruz es un paso en la buena dirección. Pero otra vez: la decisión del caso es buena, no porque de este modo la Corte ayude o perjudique, mucho o poco, a cierto gobierno, sino porque demuestra que puede tomar decisiones sin pensar tanto en ello.
Carlos Alberto Da Silva
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