ACERCA DE LA IRRELEVANCIA MORAL DE LA CONSTITUCIÓN
Por Roberto Gargarella
1. Introducción
Cotidianamente, la Constitución demuestra la incidencia que ejerce sobre nuestras
vidas. A ella apelamos permanentemente, al menos de manera intuitiva, para respaldar
reclamos o defender los derechos que, entendemos, nos corresponden.
Sin embargo, a pesar de su importancia, casi nunca se nos ocurre plantearnos
cuáles son las razones que justifican el tener una determinada Constitución y no otra, o
ninguna. En efecto, alguien podría plantear que la justicia de un reclamo, o la validez
de un derecho, son independientes de la circunstancia de que estén consagrados o no
en una cierta hoja de papel.
Motivados por estas cuestiones, a lo largo de este trabajo intentaremos analizar
distintas posibles justificaciones para la adopción de una Constitución.
Fuente: http://www.astrea.com.ar/
Carlos Alberto Da Silva
En una primera parte, revisaremos distintos argumentos aportados por nuestros
constitucionalistas a tal objeto.
En una segunda parte, procuraremos relacionar la validez y justificabilidad de una
Constitución, con la validez y justificabilidad de su contenido. Sin embargo, y para lograr
este propósito, deberemos sortear una enorme dificultad: la de ponernos de
acuerdo, con cierta precisión, en torno de cuál es el contenido de la Constitución, dadas
las divergentes posiciones interpretativas al respecto.
2. La Constitución y la legitimidad de su origen
Muchas veces se ha defendido el rol privilegiado que juega la Constitución dentro
de nuestro ordenamiento jurídico, a partir de las especiales circunstancias en que tuvo
su origen.
En tal sentido, merecen repetirse los conceptos de uno de nuestros más reconocidos
juristas, Rafael Bielsa1, cuando sostiene que “se cuestiona si una Asamblea
Constituyente puede... obligar a las generaciones futuras, limitando de ese modo su
soberanía. En nuestra opinión puede hacerlo cuando esa Constitución ha emanado de
una asamblea tan auténticamente soberana (como la nuestra)”. Frente a esta opinión
que representa, de algún modo a una corriente importante de constitucionalistas, caben
varios interrogantes. El más obvio, apuntaría a determinar cuál es la razón por la
cual ha de respetarse la voluntad de algunos hombres reunidos hace más de un siglo:
el hecho de que se haya tratado de una asamblea “auténticamente soberana” no parece
razón suficiente para obligar a las generaciones futuras.
* Artículo publicado en la revista “Lecciones y Ensayos”, 1991, p. 61.
1 Bielsa, Rafael, Derecho constitucional, Bs. As., Depalma, 1959, p. 90 y siguientes.
Pero, en realidad, no es necesario recurrir a tales razones para quitarle solidez a
una opinión como la sostenida por Bielsa. Basta con demostrar la precaria legitimidad
de aquella asamblea. Similares cuestionamientos pueden plantearse respecto de la
Constitución americana, en la cual la nuestra se inspira. Tanto en uno como en otro
caso, la selección de los constituyentes fue el resultado de un proceso débilmente democrático.
En Norteamérica, los convencionales fueron nombrados por las Legislaturas de
cada Estado y no por el pueblo de cada uno de ellos, lo cual desdibuja indudablemente
el carácter verdaderamente “soberano” de la asamblea posterior. Más aún, cuando
advertimos las restricciones vigentes, en aquella época, para poder tener acceso al
voto, o para ser elegido, las cuales implicaban el marginamiento de la gran mayoría de
la población en cuanto a su participación (aun indirecta) en el dictado de la Constitución.
Para reiterar sólo algunos casos representativos: en la Constitución de Carolina
del Sur se proclamaba que “ninguna persona residente en la parroquia por la cual es
elegida, podrá sentarse en el Senado a menos de poseer bienes raíces poblados y por
derecho propio en dicha parroquia o distrito, del valor de dos mil libras, como mínimo,
libres de deudas”. Para ser diputado, se exigía tener una propiedad, y “esclavos o bienes
raíces por valor de mil libras”.
En la Constitución de Georgia, se exigía explícitamente pertenecer a la religión
protestante para ser electo y a la raza blanca para ser elector.
En la de Connecticut, los requisitos se extendían a los de tener una conducta
“pacífica y tranquila”.
Llegados a este punto, no es fácil defender la verdadera representatividad de la
Asamblea Constituyente, tarea que se torna todavía más compleja cuando reconocemos
que, en realidad, dentro de la población excluida del proceso constituyente debemos
considerar además a las mujeres, sistemáticamente fuera de la actividad política
hasta bastante tiempo después.
Limitaciones absolutamente similares pueden verse reproducidas en el pasado
político argentino. Sin embargo, a ellas cabe agregar otra característica, más propia de
nuestra vida institucional, como lo es la práctica del fraude electoral.
En palabras del historiador Pérez Amuchástegui2: “todo estaba listo en Santa Fe
para instalar el Congreso, pues se hallaban presentes casi todos los diputados integrantes
del mismo. Ha de convenirse en que las elecciones de éstos se realizaron según
las más puras tradiciones fraudulentas: cada gobernador, previo acuerdo con Urquiza,
‘insinuó’ los candidatos que, posteriormente, obtuvieron el triunfo”. De todos
modos, aun a pesar de la relativa homogeneidad que (a través del fraude) se alcanzó
entre los representantes seleccionados para el Congreso de Santa Fe, las diferencias
internas no pudieron ser resueltas por completo. Tanto es así que la comisión encargada
de redactar el proyecto de Constitución no pudo llegar a un acuerdo al respecto.
2 Pérez Amuchástegui, A. J. - Sabsay, Fernando L., La sociedad argentina, Bs. As., La Ley, 1973,
p. 316.
Por el contrario, el proyecto redactado por José Benjamín Gorostiaga y Juan María
Gutiérrez fue rechazado por los otros tres miembros de la comisión, Manuel Leiva, Pedro
Ferré y Pedro Díaz Colodrero.
Debido a tales hechos, la aprobación final del escrito sólo pudo lograrse, finalmente,
ampliando el número de miembros del grupo. Fueron integrados, entonces,
Martín Zapata y Santiago Derqui, que se sabía eran partidarios de aquel texto. Otro
partidario, Salustiano Zavalía, también fue incluido con posterioridad en la comisión (en
este caso, en lugar de Pedro Ferré, comisionado para negociar con la dirigencia porteña,
aún ajena al acuerdo).
Esto nos habla, en definitiva, de la fragilidad de aquellas posiciones que quieren
ver en el proceso constituyente el resultado de un sustancial consenso, alcanzado a
partir de la más amplia discusión democrática. Tal proceso, en verdad, no tuvo a la
ciudadanía como invitada. El proceso de elaboración de la Constitución no fue transparente,
el debate por el cual fue aprobada tampoco tuvo (sobre todo en nuestro país),
la riqueza y profundidad que podía esperarse.
De ahí que no resulte del todo razonable realizar complejos ejercicios hermenéuticos
destinados a desentrañar “el verdadero sentido” de la Constitución; ni que resulte
adecuado apoyarse en ella en busca de argumentos últimos y definitivos. El valor de la
Ley Fundamental no parece residir en las circunstancias de su origen.
3. Constitución y consenso
Dadas las dificultades que se presentan al querer justificar la validez de la Constitución
a partir de su origen o de la especial significación del “momento” de su dictado,
intentaremos analizar otras posibles fundamentaciones alternativas.
En tal sentido, es posible ir más allá de un momento o instancia definido en el
tiempo, para centrar nuestra atención, en cambio, en la trascendencia de aquella instancia
en la historia. Así, podríamos sostener que constituciones como la argentina o la
norteamericana han afirmado su validez con el correr de la historia, legitimándose con
el paso del tiempo, a partir de un consenso tácito formado en su torno. Según esta
versión, el hecho de que la Constitución no haya sido reformada, o que la gente parezca
adherir a ella o aceptarla, en primera instancia, otorga alguna razón relevante para
valorar el texto escrito.
Sin embargo, los problemas que esta posición conlleva son numerosos y difíciles
de resolver. En primer lugar, podríamos preguntarnos qué es lo que ocurriría si una
persona rechaza una norma, o qué sucedería si un grupo de personas explícitamente
manifestara no adherir a ninguna norma jurídica vigente: ¿se consideraría acaso que
ese consenso tácito ha desaparecido? Según parece, no, y más aún, en una Constitución
como la argentina (que establece que el pueblo no delibera ni gobierna sino por
intermedio de sus representantes) dicha actitud sería considerada atentatoria contra el
orden constitucional y objeto de las más severas sanciones.
De ahí que, si la Constitución pone la violencia legítima detrás de sí, de tal modo
que el poder coercitivo de las normas derivadas de ella alcanza aun a quienes desconocen
el texto constitucional, entonces, no podría sostenerse que la Constitución se
justifique en virtud de un consenso tácito.
Otros posibles problemas que una posición como la expuesta podría enfrentar
son los siguientes: ¿Cómo sabríamos qué es lo que la gente tácitamente acepta?
¿Qué pasaría si la gente tuviese diferencias respecto de tal aceptación? ¿Cómo deberían
decidir los jueces: conforme a lo que dice la Constitución, a lo que ellos interpretan
que dice la Constitución, o a lo que la gente entiende que dice la Constitución? ¿Qué
pasaría si la ciudadanía hubiese interpretado históricamente que la Constitución debe
incluir cláusulas que ésta en realidad no contiene?
Los problemas del tipo de los planteados podrían ser multiplicados al infinito.
En otro contexto, Dworkin3 rechaza también la aceptabilidad del criterio del consenso
tácito. Entiende que es irrazonable suponer que un ordenamiento jurídico pueda
considerarse válido por el hecho de que, por ejemplo, la población no haya hecho
abandono del lugar en el cual dicho ordenamiento rige. Afirma entonces que: “El consentimiento
no puede ser obligatorio para la gente, ...a menos que sea dado con mayor
libertad y con una elección alternativa más genuina que el solo hecho de negarse a
construir una vida bajo una bandera extranjera”.
4. La Constitución y la historia
El argumento que da Dworkin nos remite a otra postura que, a diferencia de la
anterior, deja de lado la cuestión del consenso como preocupación central. Esta postura
consistiría, básicamente, en una valoración positiva de la tradición jurídica y de la
historia de una determinada sociedad, hecho que estaría entremezclado con un cierto
positivismo ideológico capaz de otorgarle fuerza obligatoria a tales tradiciones, más
allá de la justificabilidad o no de su contenido. La Constitución, que normalmente contribuye
a articular y dar sentido a tal historia, pasaría a ocupar así un lugar central en
esta concepción.
Esta posición ha sido defendida, implícitamente, por una enorme diversidad de
autores. Bielsa, por ejemplo, entiende que “La Constitución se reforma, pero no se sustituye”,
porque existe una “Constitución histórica, formada por la tradición jurídico-
política del pueblo, y especialmente por aquellas disposiciones que bajo el nombre
de Constitución o regla han regido la vida nacional”4.
De tal modo, no hace sino rescatar una posición como la enarbolada por el presidente
de nuestro Congreso Constituyente, Zuviría, cuando decía: “Las instituciones no
son sino las fórmulas de las costumbres públicas, de los antecedentes, de las necesidades,
carácter de los pueblos y expresión genuina de su verdadero ser político. Para
ser buenas y aceptadas, deben ser vaciadas en el molde de los pueblos para que se
dicten”5.
En esta misma línea de pensamiento historicista se insertan aquellas concepciones
que hablan acerca de contenidos pétreos de la Constitución, y que llegan a sostener
que “mientras se mantenga la fisonomía de nuestra comunidad y mientras la estructura
social subyacente siga siendo fundamentalmente la misma, dichos contenidos
(pétreos) no podrán ser válidamente alterados o abolidos por ninguna reforma constitucional”6
3 Dworkin, R., El imperio de la justicia, Barcelona, 1988, p. 58.
4 Bielsa, Derecho constitucional, p. 90.
5 Galetti, Alfredo, Historia constitucional argentina, Bs. As., 1974.
6. Bidart Campos, Germán, Manual de derecho constitucional argentino, Bs. As., Ediar, 1984, p.
33.
Los citados ejemplos nos muestran tres distintas maneras de vincular a la Constitución
con la historia. Ya sea, como en el caso de Zuviría, definiendo qué es lo que ella
necesariamente debe reflejar en su contenido; ya sea, como en los casos de Bielsa o
Bidart Campos (quien utiliza típicamente la categoría de cláusulas pétreas) dando por
supuestos tales contenidos.
Una crítica obvia a este tipo de posiciones resulta de los mismos datos que deja
la historia a la que tales autores recurren. ¿Cómo defender, por ejemplo, en la Argentina,
los valores provenientes de una tradición de enfrentamientos, conflictos, inestabilidad
política, desencuentros? ¿Cuáles serían las razones para dar valor prescriptivo a
ciertas prácticas no cooperativas, violentas?
Pero más aún, si pudiéramos entresacar de nuestras tradiciones (como algunos
lo hacen de la tradición norteamericana), aspectos más positivos, tales como los relacionados
con la estabilidad política, la previsibilidad, un cierto orden, etc., tampoco en
este caso tendríamos razones poderosas para aceptar el conjunto de tales prácticas.
Es sabido que, de proposiciones meramente descriptivas de la realidad, no pueden
derivarse lógicamente justificaciones para ninguna acción o decisión en particular. De
todos modos, ¿con qué parámetros podríamos distinguir y separar las “buenas tradiciones”
de las “malas”?
En realidad, este tipo de posturas parecen asentarse sobre ciertas valoraciones
no explicitadas, como las de que es bueno determinado orden, son legítimas tales prerrogativas,
deben conservarse estos otros principios, quitando del escenario democrático
la posibilidad de abrir una discusión sobre cuáles son los valores que deben prevalecer
en caso de conflicto. Dicho esto, se reconoce que no tiene mayor sentido discutir
sobre la “tradición”, mientras que, en cambio, sí lo tiene discutir sobre la plausibilidad
de un principio moral según el cual debe aceptarse todo lo que disponga el derecho
vigente.
Para terminar, podemos decir que la visión historicista-tradicionalista de la Constitución
ha sido retomada por García Pelayo como una de las concepciones básicas
acerca de la Constitución, y contrapuesta, en las tipologías habituales que sobre ella
se hacen, a las concepciones racional-normativa y sociológica.
El enfoque racional-normativo7 nos interesa particularmente, dado que en él se
ha apoyado, de manera implícita o no, buena parte de nuestra doctrina, ya sea con el
objeto de defender a la Constitución, ya sea para analizar su contenido.
Según este enfoque racional-normativo, la Constitución se define como un conjunto
de normas destinadas a reglar, u ordenar racionalmente a la comunidad y el Estado.
Esta concepción, sin embargo, reconoce distintas modalidades en su presentación.
Veremos a continuación algunas de estas distintas versiones, pero lo haremos
inscribiéndolas dentro de un contexto más amplio de justificaciones consecuencialistas
de la Constitución, con las que aquéllas, de algún modo, se encuentran emparentadas.
7 Bidart Campos, Manual de derecho constitucional argentino, p. 32.
Nos introduciremos en estas posturas revisando algunos de sus antecedentes,
que pueden ser rastreados en muchos de los escritos de Alberdi, uno de los principales
protagonistas en el proceso de creación de nuestra Constitución.
5. La Constitución como instrumento para el progreso
Influido indudablemente por los ideales iluministas, Alberdi redactó su proyecto
de Constitución, y defendió luego el texto elaborado en Santa Fe. Con facilidad pueden
detectarse las enormes esperanzas que aquél depositaba en la aprobación de dicho
texto.
En respuesta a los Comentarios que Sarmiento hiciera sobre la Constitución, por
ejemplo, Alberdi redactó sus Estudios sobre la Constitución argentina de 1853. En
ellos diferenció los fines de los medios incluidos en la Carta Fundamental. Sostuvo entonces
que los fines insertos en el Preámbulo “son los fines esenciales y únicos de todo
gobierno racional posible, sea cual fuera su forma y el país de su aplicación”. “¿Tenéis
noticia –agregaba– de que exista algún gobierno racional que no tenga por objeto
la unión, la justicia, la paz, el orden, la defensa, el bien general y la libertad?”.
Pero luego advertía que, así como “todas las Constituciones tienen un fin idéntico
y común, también lo es que todas difieren y deben diferir esencialmente en la composición
de sus autoridades, que son los medios de obtener la realización del fin. Estos
medios –decía– dependen en su organización y mecanismo de las condiciones y antecedentes
particulares de cada país; pues cada país es peculiar de algún modo y diferente
de los demás”8.
Las necesidades de nuestro país eran, en una primera etapa, las de la libertad y
la independencia. Según sus palabras, “el momento de echar la dominación europea
de nuestro suelo no era el momento de atraer los habitantes de esa Europa temida.
Los nombres de inmigración y colonización despertaban recuerdos dolorosos y sentimientos
de temor. La gloria militar era el objeto supremo de ambición. El comercio, el
bienestar material se presentaban como bienes destituidos de brillo”.
Lograda la independencia y la libertad, las necesidades del país pasaban a ser
otras. Ahora los fines eran los de “organizar y construir los grandes medios prácticos
de sacar a la América emancipada del estado oscuro y subalterno en que se encuentra”.
De tal modo, y según vimos, Alberdi justificaba la existencia de la Constitución en
virtud de los extraordinarios efectos que, según entendía, iba a provocar su dictado. En
tal sentido, llegó a hablar de una “Constitución que tenga el poder de las hadas, que
construían palacios en una noche”.
8 Alberdi, Juan B., Obras completas, Bs. As., 1887.
Nuestra Constitución debía ser “absorbente, atractiva, dotada de tal fuerza de
asimilación que haga suyo cuanto elemento extraño se acerque al país, una Constitución
calculada especial y directamente para dar de cuatro a seis millones de habitantes
a la República Argentina en poquísimos años; una Constitución destinada a trasladar
la ciudad de Buenos Aires a un paso de San Juan, de La Rioja y de Salta, y a llevar
estos pueblos hasta los márgenes fecundos del Plata por el ferrocarril y el telégrafo
eléctrico que suprimen las distancias”.
Esteban Echeverría9 también veía en nuestra Constitución una fabulosa potencialidad.
“La soberanía –decía– se ha encaramado en esa ley: allí está la salvaguarda de
la democracia. Podrá esta ley ser revisada, mejorada con el tiempo y ajustada a los
progresos de la razón pública, por una asamblea elegida ad hoc por el soberano; pero
entre tanto no llega esa época que ella misma señala, su poder es omnipotente, su
voluntad todas las voluntades, su razón se sobrepone a todas las razones. Ninguna
mayoría, ningún partido, ninguna asamblea, podrá atentar contra ella, so pena de ser
usurpadora y tiránica”.
Sin adherir directamente a los ideales iluministas, la mayor parte de nuestros juristas
aludieron a la “necesidad” de la Constitución a los fines de la organización política
del país.
Así, para Estrada10, la Constitución jugaba el papel de “centro superior” que en
Inglaterra cumplía la Corona. Entendía que “en los gobiernos de forma republicana
necesitan las sociedades encontrar algo que reemplace por su carácter de permanencia
y de superioridad indiscutida o indiscutible, el papel que la Corona representa en
los gobiernos de forma mixta: es el que incumbe a la Constitución”.
Para Joaquín V. González11, la Constitución es “un instrumento de gobierno
hecho y adoptado por el pueblo con propósitos prácticos, como son los de vivir y desarrollarse
como personalidad real en el mundo, y que tiene su misión en la cultura de
sus individuos y de la humanidad”. Sus objetos principales, señala, son los de fundar
un gobierno y establecer los derechos de la libertad, asegurándolos contra toda tentativa
que para anular el uno o los otros pudieran realizarse en el futuro.
Sánchez Viamonte12 también se refiere a la necesidad de la Constitución “para
que exista el Estado de derecho”, ya que éste sólo es posible si el gobierno y los gobernados
están “sometidos a su imperio”.
Todos estos autores, de algún modo, intentan justificar la Constitución en virtud
de los beneficios o las buenas consecuencias que su dictado puede aparejar. Sin embargo,
cuando identificamos nuestras razones con las provenientes de un mero cálculo
de costos y beneficios, la fuerza de nuestros argumentos se debilita.
En tal sentido, las críticas posibles a posiciones de tipo consecuencialista, pueden
ser de distinto tipo.
Para J. Hodson13, los argumentos utilitaristas serían autofrustrantes (por llevar a
consecuencias antiutilitaristas) en la medida en que todos los miembros de la sociedad
adopten una postura semejante. Para otros autores, los problemas aparecen al querer
mantener coherentemente una posición utilitarista destinada a incrementar el bienestar
general, hasta sus últimas consecuencias. Ello podría llevarnos a justificar actos tales
como el sacrificio de una persona, si es que con tal acto logramos favorecer la utilidad general.
9 Echeverría, Esteban, Obras completas, Bs. As., 1951.
10 Estrada, J., Curso de derecho constitucional, Bs. As., 1927, p. 96.
11 González, Joaquín V., Manual de la Constitución Argentina, Bs. As., 1897, p. 15.
12 Sánchez Viamonte, Carlos, El constitucionalismo. Sus problemas, Bs. As., Bibliográfica Argentina,
1957.
13 Hodson, J., The ethics of legal coercion, Dordrecht, 1983.
Los problemas que aquí insinuamos, no son ajenos a ninguna de las posiciones
que hemos transcripto más arriba. Con alguna perplejidad puede comprobarse cómo,
efectivamente, los artífices de la organización política fueron víctimas de tales dificultades.
Fue así como, en la defensa de sus posturas, se dejaron conducir muchas veces
por razones instrumentales, descuidando, en ocasiones, la justificabilidad intrínseca de
las actitudes que asumían. Veremos a continuación, en algunos ejemplos concretos,
cómo se manifestaron históricamente estas dificultades. Intentaremos mostrar también,
los perjuicios que las posiciones utilitaristas conllevan respecto de la pretensión de garantizar
ciertos derechos como inviolables.
6. Inconvenientes de una defensa utilitarista de la Constitución.
El debate sobre la libertad religiosa en la Convención Constituyente de 1853
Un debate en el que, con suficiente claridad, se reflejan los inconvenientes de
una posición utilitarista, es el que se dio en nuestra Convención Constituyente en lo
relativo a la libertad de cultos. Nos interesa, en particular, recordar las discusiones que
rodearon la aprobación del art. 14 de nuestra Constitución respecto de la cuestión religiosa,
más que centrarnos en las polémicas, menos salientes, generadas con motivo
del art. 2°.
Entre los hechos más destacados de estas disputas, puede mencionarse el de
que, en ellas, no se enfrentaron principios ni se expusieron, aun de manera rudimentaria,
concepciones en torno a los derechos individuales. Por el contrario, la mayoría de
las defensas de un culto oficial se articularon a partir de posiciones inquisitoriales e
intolerantes, mientras que, las defensas de la libertad de cultos tuvieron como base
principal la conveniencia y la utilidad de tal medida. Esta última posición, que fue la
triunfante, ejemplifica el modo y las razones con que fueron defendidos nuestros derechos.
Veamos algunos casos que ilustran dicha afirmación14:
Seguí, respondiendo a un discurso oscurantista pronunciado por Centeno, sostuvo
que era “indispensable la tolerancia religiosa para el progreso del país por la inmigración
virtuosa que traería a nuestro suelo”.
Lavaisse fundamentó su postura, también liberal, en esta materia, en dos argumentos.
Uno, vinculado con la caridad evangélica y la hospitalidad que debe dispensársele
al prójimo. El otro, relacionado con la necesidad de promover para la Nación
“las fuentes de su prosperidad”, entre las cuales se encontraba, principalmente, la inmigración
extranjera.
Es curioso que, aun quienes se opusieron a la tolerancia religiosa, no pudieron
apartarse del argumento de la inmigración como tema central. En tal sentido, Colodrero
manifestó que a los protestantes que vinieran al país se los recibiría fraternalmente
y se les daría seguridad “para sus personas y propiedades, quedando de este modo
consultado el bienestar general”. El bienestar general no incluía el derecho al culto.
14 Diario de Sesiones de la Sala de Representantes, Bs. As., 1852.
Leiva, por su parte, consideró que la libertad de cultos no era un requisito indispensable
para favorecer la entrada de extranjeros a nuestro país, sino que, básicamente,
bastaba con asegurar ciertas garantías sociales. Decía entonces que “si al aliciente
que ofrece al extranjero la hermosura de nuestro clima, la fertilidad y riqueza de
nuestro país, se agregase el de sólidas garantías sociales para la persona y la propiedad,
la República Argentina tendría tanta inmigración y cuanta quisiera admitir. Que en
veintisiete años de libertad de cultos no se había presentado al gobierno de Buenos
Aires ninguna solicitud para traer inmigrantes a su campaña ni había allí una sola colonia
establecida”.
Resulta sorprendente comprobar cómo constituyentes tan lúcidos como Colodrero
o Leiva pudieron considerar que al inmigrante podía bastarle (para considerarse
“bien recibido”), con tener aseguradas, básicamente, ciertas garantías vinculadas con
su posibilidad de ser propietario. Pero más sorprendente resulta todavía que, para
desvirtuar estas posturas, no se recurriese con convicción a la defensa de un completo
esquema de derechos, sino que, por el contrario, se alegasen básicamente, como razones,
las de la utilidad general o la conveniencia para el desarrollo económico.
Los lineamientos fundamentales de este debate se reprodujeron en las restantes
(escasas) discusiones que se dieron en nuestra Convención Constituyente, ligándose
siempre las razones últimas a cuestiones tales como la “utilidad para el progreso”.
Así, como principal defensa del capítulo destinado a las “Declaraciones y garantías”
estipuló que “era preciso que la práctica del régimen constitucional a que aspiramos
dé, cuando menos para nuestros sucesores, seguridad a la vida y propiedades,
medios de trabajo, precio a nuestras tierras y productos, y facilidades para comerciar
con los pueblos extranjeros de cuyos artefactos y ciencias carecemos”.
Otro de los pocos debates más o menos atractivos que se dieron durante la Convención,
estuvo ligado con la cuestión capital. Se sostuvo entonces que la capital “debe
ser aquella en donde con mayor decoro y respetabilidad puedan presentarse (las
autoridades) ante el extranjero”.
Es obvio que esta fuerte preocupación por el ingreso de inmigrantes y por la opinión
internacional, estuvo motorizada en buena medida por Alberdi, para quien “sin
mejor población para la industria y el gobierno libre, la mejor Constitución será ineficaz”.
Las bienintencionadas proclamas de Alberdi, como las de la mayoría de nuestras
figuras patrias, merecen, sin embargo, reparos, en la medida en que incorporan a la
libertad, básicamente, por cuestiones ligadas con la conveniencia y la prosperidad, lo
que parece inferirse, ciertamente, de la generalidad de sus escritos.
Si consideramos que nuestros derechos personales no pueden estar sujetos al
logro de objetivos colectivos, entonces, las razones que demos para justificar la validez
de la Constitución, deben diferir de las que Alberdi y la mayoría de nuestros constituyentes
propusieron.
Intentaremos a continuación, por lo tanto, revisar otras justificaciones posibles,
capaces de instruirnos acerca de la real importancia de tener una Constitución. Sin
embargo, y antes de abandonar este apartado, nos detendremos brevemente en una
nueva variante que puede llegar a presentarse para defender la validez de la Constitución
desde una postura consecuencialista.
7. Los buenos resultados producidos por nuestra Constitución
Frente a las posiciones ya vistas, conforme a las cuales la Constitución es valiosa,
fundamentalmente, por adecuarse a nuestras tradiciones o por producir resultados
positivos para la mayoría, sería posible intentar una nueva defensa de nuestra Ley Suprema,
basada en los positivos resultados que se produjeron, en la práctica, a partir de
su aprobación. En tal sentido, podría decirse: “El dictado de una Constitución está justificado
a partir del impacto positivo que ella efectivamente produce en el razonamiento
judicial; en la labor de los poderes políticos, y en las actitudes de la ciudadanía en general”15.
Con esta explicación se valora al texto constitucional, en definitiva, porque, más
allá de las motivaciones que hayan promovido su dictado, él sirve a la protección de
ciertos derechos básicos. Esta postura, entonces, y de esta forma, se fortalece justamente
en el punto en el que los otros argumentos consecuencialistas que vimos resultaban
más débiles.
Ahora bien, la forma en que ese “impacto de la Constitución” se produce, es diferente
según a quién hagamos referencia. Respecto de los jueces, por ejemplo, la
Constitución se presenta como una premisa básica dentro de su esquema general de
razonamiento, que incide de manera determinante en los escritos que éstos producen.
Los poderes políticos, por su parte, también se autolimitan en su actividad, en virtud
de ciertos derechos que reconocen como inviolables y una división de tareas interpoderes
que reconocen como vigente. En el caso de la ciudadanía, por fin, la Constitución
importa en la medida que, tal como puede comprobarse en la práctica cotidiana,
promueve la valiosa creencia en un orden jurídico firme, que garantiza ciertos derechos
sobre los que ningún poder, público o privado, puede avanzar. La ciudadanía parece
apoyarse menos en la legislación ordinaria, que intuye cambiante, confusa e
inabarcable, que en la Constitución. A ella se la considera, en cambio, estable, rica en
su contenido y austera en palabras. Habitualmente se recurre a ella con la convicción
de que asegura, de un modo u otro, algún resguardo a los derechos individuales.
A primera vista, entonces, parecería que encontramos, finalmente, algunas razones
valiosas para justificar la existencia de una Constitución.
Argumentos lejanamente similares, pueden rastrearse en un viejo texto perteneciente
a Alf Ross16. En él, este autor daba cuenta de las curiosas costumbres de un
grupo de aborígenes, habitantes de unas pequeñas islas ubicadas en el Pacífico. La
tribu en cuestión se caracterizaba por la firme creencia que sostenían, según la cual,
con la violación de un determinado tabú, se producía un fenómeno extraño, al que denominaban
“Tu-Tu”. “Tu-Tu” significaba “una fuerza o lacra peligrosa que recae sobre
el culpable y amenaza a toda la comunidad con el desastre”, según la descripción del
filósofo.
15 Así, por ejemplo, en Nino, Carlos, Control de constitucionalidad, Conferencia argentino-
germana, Bs. As., 1988.
16Ross, Alf, Tu-Tu, Bs. As., 1976.
Lo interesante (para nosotros) es que, si bien “Tu-Tu” aparece en principio como
una palabra vaciada por completo de significado, la violación de ciertas reglas (p.ej., el
ingerir la comida del jefe de la tribu) provocaba (según los pobladores) que quien co
metió la falta estuviese “Tu-Tu”, lo que implicaba que debía ser sometido a una ceremonia
de purificación.
Tal situación llevó al profesor Ross a afirmar que, aunque la palabra en cuestión
parecía carecer de sentido, en realidad, ella tenía una referencia semántica concreta y
que, aunque los lugareños “en su imaginación supersticiosa, adscriban al enunciado la
presencia de una peligrosa fuerza”, estaban justificados de utilizar el término dada su
utilidad, en cuanto a su capacidad explicativa del funcionamiento de un complejo sistema
de sanciones.
Haciendo un paralelismo, tal vez forzado, alguien podría proponer que, quizá
sean ciertas todas las dificultades que se alegan respecto de la justificabilidad de la
Constitución pero que, de todos modos, sigue siendo útil recurrir a ella.
Es útil hablar de Constitución (como hablar del “Tu-Tu”), porque, por las razones
que sean, acostumbramos a orientar nuestras acciones conforme a ella, y los resultados
que obtenemos de tal actitud nos resultan aceptables. Aquí también, como en el
caso anterior, quien viola ciertas reglas adquiere un mal (su acción es calificada de
inconstitucional), y debe ser sometido, por lo tanto, a una “ceremonia de purificación”
para expiarlo de dicho mal (el sujeto es sancionado, etcétera).
La plausibilidad que aparenta tener esta justificación, no debe llevarnos tampoco
a apresurados entusiasmos. Existen obvias razones para dudar de tal plausibilidad.
En primer lugar, cada uno de nosotros necesita conocer de manera clara y transparente
cuáles son las razones por las que está autorizado o no para realizar determinado
acto. Aun sin tomarnos demasiado al pie de la letra el paralelismo al cual recurrimos,
resulta evidente que la justificación de nuestros derechos y deberes no puede
responder a imperativos mágicos ni meramente convencionales. Tampoco es razón
para aceptar la Constitución, el hecho de que, intuitivamente, parece que los efectos
positivos que el texto provoca son superiores a los negativos. Menos razones tenemos
aún, si estos efectos positivos se reducen a implicar una adecuada (económica) descripción-
explicación de ciertos fenómenos que caracterizan a nuestros comportamientos
cotidianos.
Las dificultades con las que nos enfrentamos provienen básicamente de un único
pero fundamental problema. Éste es el siguiente: hasta que no nos hayamos asegurado
de que el contenido de la Constitución a la que hacemos referencia es valioso, las
demás justificaciones posibles nunca resultarán suficientes. Ya sea que queramos tomar
en cuenta la hipotética legitimidad que la Constitución tuvo en su origen, las consecuencias
favorables que pueda tener para el progreso del país, el hecho de que en
la práctica sirva efectivamente para la protección de ciertos derechos fundamentales, o
cualquier otra.
Recién después de incluir ciertas consideraciones acerca del contenido de la
Constitución, retomaremos alguno de los argumentos consecuencialistas ya vistos.
8. La Constitución justificada por su contenido.
Distintas posiciones interpretativas
Según parece, si el contenido de la Constitución es valioso, las razones para justificar
su existencia se solidifican. Sin embargo, cuando nos dirigimos, en la práctica, a
dar cumplimiento a dicha tarea, nos encontramos con algunas dificultades que amenazan
ser insuperables.
Fundamentalmente, a partir de que no hay un acuerdo básico acerca de cómo
definir cuál es el contenido de la Constitución. Porque el hecho de tener una Constitución
escrita no garantiza de ningún modo la solución de tal problema.
En tal sentido, es legítimo que nos preguntemos: ¿la justicia de nuestra Ley Suprema
debemos buscarla en sus textuales palabras? ¿O debemos recurrir, en cambio,
a los principios por ella definidos? ¿O debemos, quizá, desentendernos de los principios
morales definidos por ella, para quedarnos, básicamente, con la estructura procedimental
que consagra? Haremos, a continuación, y con el riesgo de ser reiterativos,
un brevísimo raconto mostrando algunas de las respuestas que se han ofrecido a los
interrogantes que ahora nos ocupan: ¿cómo definir el contenido de la Constitución?, y
luego, ¿cómo saber que tal contenido es justo?, preguntas éstas que se entrecruzan
con viejas cuestiones interpretativas, todavía hoy irresueltas.
En la medida en que podamos acordar una respuesta satisfactoria para estos
problemas, entonces, podremos considerar que nuestro trabajo se acerca a su conclusión
definitiva.
a) La dogmática jurídica. La respuesta más pronta que podemos dar al problema
de cómo determinar el contenido de la Constitución es la que sostiene la dogmática
jurídica (posición ésta bastante difundida en el derecho continental europeo, así como
también en nuestro país).
Esta postura se caracteriza por presuponer, sin una mayor elaboración al respecto,
ciertas pautas interpretativas como universalmente aceptadas. Presupone, por
ejemplo, que detrás del derecho se encuentra un legislador racional, preciso, coherente,
justo, omnisciente, etc.; y de allí deduce guías para evaluar el contenido de la Constitución,
la “verdadera esencia”, o naturaleza de sus términos, etcétera.
Esta posición, hoy por hoy, ya ha recibido suficientes críticas que la muestran
como implausible. Sobre todo, las críticas dirigidas hacia el modelo del “legislador racional”,
que poco se asemeja al “legislador real”. De todos modos, la mayor cuestionabilidad
de esta postura, está dada por la permanente introducción de concepciones
valorativas bajo el ropaje de un análisis objetivo, neutro.
b) El originalismo. Una forma corregida, más realista y honesta que la posición
dogmática, mantiene su mirada en el legislador original, pero lo considera ahora bajo
su ropaje real. Sostiene entonces que, para conocer cuál es el contenido verdadero de
la Constitución, es necesario remontarse al momento de su dictado.
Tal pretensión a primera vista resulta aceptable, sobre todo, por el grado de certeza
y estabilidad que permite asegurarle al derecho constitucional en particular. La
estabilidad parece un valor atractivo si es que nos interesa que la sociedad en que vivimos
se asiente sobre un orden justo y aceptado por todos. En la medida en que haya
una sola interpretación posible de la Constitución, tendremos entonces dados buena
parte de los pasos necesarios para alcanzar dicho fin. Y qué mejor forma de asegurar
una sola interpretación de la Constitución que sujetándola a las intenciones originarias
de sus autores que, con ayuda de la investigación histórica, podemos llegar a conocer.
Sucede, sin embargo, que apenas avanzamos en dicha investigación histórica, nuestras
certezas empiezan a tambalear.
Pocos han expuesto tan lúcidamente como R. Dworkin17 las críticas a esta postura,
y por eso nos apoyaremos en él para exponerlas: en primer lugar, ¿las intenciones
de qué individuos debemos tener en cuenta para evaluar las “intenciones originarias”?
¿las intenciones de cada uno de los constituyentes que participaron en la Convención?;
¿las de quienes participaron más protagónicamente en tales discusiones (en
nuestro país, los integrantes de la comisión designada al efecto)?; ¿las de quienes participaron
en cada artículo en particular?; ¿las de los grupos de presión más influyentes
que se movieron detrás de la sanción de la Constitución?; ¿las de algunos de tales
grupos o de algún miembro en particular de alguno de ellos?
Luego, ¿qué importancia tenemos que asignarle a las personas que no corrigieron
o no enmendaron la Constitución? Más aún, ¿sólo debemos tomar en cuenta las
motivaciones conscientes de quienes participaron en el proceso constitucional, o también
sus motivaciones inconscientes, sus temores, sus prejuicios?
Y dentro de sus motivaciones conscientes, ¿debemos considerar únicamente
aquellas directamente ligadas con el dictado de la Constitución, o debemos admitir
también aquellas otras relacionadas, por ejemplo, con su destino personal (así, por
caso, cómo valorar un apoyo dado a un artículo, no tanto por convicción como por interés
de ganar confianza dentro de una determinada fracción política)?, ¿qué papel juegan
sus esperanzas; cuál, sus expectativas al respecto?
c) Actualización de las intenciones originarias. Para superar aquellos dilemas, se
han propuesto, con un mismo desalentador final, algunas otras variantes a la idea del
legislador original. Una de ellas ha sido la de tomar en cuenta escenarios contrafácticos.
De tal modo, la respuesta a nuestras dudas quedarían resueltas a través de una
respuesta hipotética. Así, por ejemplo, deberíamos plantearnos qué respuestas nos
daría hoy el legislador originario si le preguntásemos acerca del problema “x”. Es obvio
que, aun cuando, de algún modo, pudiéramos reconstruir el pensamiento de aquél, la
respuesta en cuestión aparecería viciada de arbitrariedad. Jamás podríamos llegar a
evaluar todos los factores que, inevitablemente, influirían sobre aquella respuesta, por
lo que tal contestación sólo sería posible a costa de una siempre cuestionable selección
de datos.
No obstante, el fracaso de esta propuesta nos orienta hacia otra, más prometedora.
d) El recurso a las convicciones. Algunos autores han optado por dejar de lado la
pretensión de reconstruir rígidamente el pasado para contentarse, en cambio, con formular
un cuadro más o menos completo de las convicciones básicas de los forjadores
de nuestra Constitución.
Sin embargo, aun así, se reproducen los problemas que repasamos anteriormente.
Debemos tomar en cuenta las convicciones predominantes en la época, las de un
grupo, las de algunos individuos en particular? ¿Cómo evaluamos, además, las convicciones
contrapuestas entre distintos grupos; o sostener, equívocamente, ideas contradictorias
respecto de cuestiones diferentes18?
17 Dworkin, El imperio de la justicia, p. 27 y ss., y 223 y siguientes.
18 Dworkin, El imperio de la justicia, p. 115.
Advirtiendo las insalvables dificultades de definir el contenido de la Constitución a
partir de la reconstrucción, más o menos acabada, del pensamiento de sus creadores,
es que adquirió cuerpo una postura bastante disímil, según la cual el contenido del texto
fundamental está determinado convencionalmente; sería, entonces, “aquello que
habitualmente entendemos que es”. No se pretende, sin embargo, que tal significado
nos sea común a todos, pero sí que, en líneas generales, coincidamos en la interpretación
del núcleo fundamental de ella.
Esta postura vuelve a proteger principios tales como los de la estabilidad, la predecibilidad
y equidad procesal, que parecen, desde todo punto de vista, valiosos para
el derecho.
Cada época podría, legítimamente, diferir en cuanto a la interpretación de tales
contenidos, con lo que se dejaría así de lado el peso de “la mano muerta de la Constitución”,
objeción ésta siempre presente respecto de las posiciones anteriores. No tendríamos
por qué sentirnos atados, entonces, a la voluntad de un grupo cuyas decisiones
fueron tomadas hace cientos de años.
Quedaría de éste modo garantizada, no sólo la estabilidad del orden jurídico,
dentro de una cierta época, sino también una necesaria flexibilidad, que permitiría
adecuar la Constitución a los nuevos tiempos.
El logro de tales propósitos, sin embargo, se hace a costa de un precio importante.
Éste es el de dejar de lado principios de moral crítica, capaces de poner en cuestión
nuestras convicciones más asentadas. Si tenemos en cuenta que, además, estamos
obviando la consideración de importantes diferencias propias de cada época, relativas
aun a aspectos importantes de la Constitución; y que, en definitiva, siquiera alcanzamos
una descripción adecuada de nuestra práctica jurídica, entonces, comprobamos el
débil atractivo que presenta esta postura. En síntesis, si bien con una concepción convencionalista
alcanzamos (a pesar de las dificultades), alguna respuesta para nuestro
primer interrogante (¿cómo determinar cuál es el contenido de la Constitución?), en
cambio, encontramos problemas más graves cuando queremos analizar la validez de
tal contenido.
e) Crítica del pragmatismo. Un convencionalista podría respaldar un cierto “pasivismo”
cuanto a la actividad judicial frente a los otros poderes políticos. Esta actitud
“pasiva” que dominó durante algún tiempo la tarea judicial, fue drásticamente contradicha,
por ejemplo, en los Estados Unidos, por la Corte Warren, que optó por asumir un
rol “activista”.
El activismo judicial se vincula con una postura pragmática respecto de la Constitución,
desvinculándose así de las intenciones originarias de los constituyentes, de sus
convicciones, y de aquel apego que vimos a la historia, las costumbres y las tradiciones.
El pragmatismo implica un escepticismo respecto de si los individuos tienen derechos
legales asegurados por decisiones políticas pasadas. Son los jueces, en este caso,
quienes deben determinar cuál es la solución más conveniente para el futuro. En
su variante más radicalizada, el pragmatismo sostiene que el derecho sólo sirve para
predecir cómo decidirán luego los jueces.
Su adhesión a la Constitución es, en todo caso, sólo estratégica, ya que puede
importante ampararse en la Constitución para dotar de mayor legitimidad a sus decisiones.
Los autores que defienden este tipo de pragmatismo, descartarían como inútil toda
preocupación acerca del contenido de la Constitución. La Constitución no sería sino
“lo que los jueces dicen que es”.
El intento del pragmatismo es muy importante en cuanto a su mirada escéptica
sobre el derecho, al poner a la luz la libertad con que, en muchos casos, los jueces
leen el derecho. Sin embargo, parece un grave error dejar de tomar en cuenta que, en
realidad, la Constitución implica mucho más que un mero apoyo estratégico. Como
decían Kelsen o Hart, entre otros, un pragmático no puede obviar la existencia de normas
que dan competencia a determinados individuos para actuar como jueces.
Consideramos valioso, de todos modos, el haber expuesto brevemente tal postura,
dado que nos sirve como introducción a una nueva, bastante más exitosa en sus
intentos.
f) El contenido procedimental de la Constitución. Comprobamos que, aun un
pragmático, en sus argumentos reconoce implícitamente la existencia de una cierta
distribución de poderes realizada desde la Constitución.
Apoyándose en este tipo de evidencia, algunos autores, entre los cuales sin duda
Ely es el más destacado, identifican “la naturaleza” de una Constitución como la americana
con una técnica procesal de gobierno. Su contenido estaría dedicado, casi exclusivamente,
a determinar con precisión el deslinde de facultades entre los distintos poderes
de gobierno, y el funcionamiento particular de cada uno de ellos.
Según sus palabras, la Constitución se refiere a “las cuestiones de procedimiento
y de estructura y no a la identificación y preservación de valores sustantivos específicos”
19.
Derechos como los de libertad de expresión, de prensa, de reunión, también estarían
dirigidos, bien mirados, a cuestiones procedimentales, al favorecer la discusión
pública y las correctas decisiones mayoritarias. Esto supone que la justificabilidad de
los procedimientos se afirma sólo en vinculación con el sistema democrático (volveremos
luego sobre este supuesto).
Señala Ely20 que, la “estrategia general no ha sido por ello implantar en el documento
un conjunto de derechos sustantivos con título suficiente para una protección
permanente. En lugar de ello, la Constitución ha partido de la convicción obvia de que
una mayoría efectiva no amenazará excesivamente sus propios derechos y que lo que
debe asegurar es que tal mayoría no trate sistemáticamente a los otros menos bien de
lo que se trata a sí misma, y ello estructurando el proceso de decisión a todos los niveles
para intentar asegurar, primero, que el interés de cualquiera esté actual o virtualmente
representado (normalmente ambas cosas) en el nivel de decisión sustantiva; y
segundo, que el procedimiento de aplicación individual no sea manipulado de forma
que permita reintroducir en la práctica, la clase de discriminación que está prohibida en
teoría.
19 Ely, J. H., Democracy and Distrust, Harvard University Press, 1980, p. 90.
20 Ely, Democracy and Distrust, p. 100 y 101.
La Constitución americana ha sido de este modo, y en una gran parte continúa
siendo, una Constitución propiamente dicha, que trata de cuestiones constitutivas. Lo
que la ha distinguido, como a los Estados Unidos mismos verdaderamente, ha sido un
procedimiento para gobernar, no una ideología de gobierno”.
Más allá de cuál haya sido la estrategia respecto de la Constitución, lo que nos
interesa es esta interpretación acerca de su contenido. Ella parece dar respuesta adecuada
a varias de nuestras preocupaciones. Sin embargo, vamos a detenernos, a continuación,
en algunas críticas posibles a esta postura.
g) La integridad y los procedimientos democráticos. Dworkin critica la concepción
de Ely acerca de cuál es la lectura correcta sobre la Constitución, e intenta ofrecer luego
una interpretación más adecuada.
Se pregunta, en primer lugar: ¿la Constitución es más justa si sus restricciones al
gobierno mayoritario son mínimas? Responde a esto en dos formas. En primer lugar,
afirmando que para la generalidad de la sociedad no es aceptable tal concepción que
reduce al mínimo o desconoce los derechos individuales ante la voluntad de la mayoría.
Esta primera crítica no parece del todo válida, ya que la teoría de los procedimientos
constitucionales no es ajena (todo lo contrario) a la preservación y la intangibilidad
de ciertos derechos individuales básicos.
Pero vayamos a la segunda crítica, que es en la que más se detiene. Dworkin parece
aceptar la posibilidad de que no se nieguen tales derechos individuales, mientras
se defiende a la vez una interpretación constitucional que deje amplia libertad de acción
a la Legislatura en las cuestiones políticas. Acepta también el fundamento de esta
postura, según el cual, a largo plazo, las Legislaturas pueden “desarrollar una teoría
más razonable acerca de cuáles son los derechos que exige la justicia, en vez de que
las Cortes traten de interpretar el lenguaje vago de las disposiciones constitucionales
abstractas”21.
No obstante, la preocupación principal de Dworkin parece estar ligada al derecho
de las minorías. Las Legislaturas, sustentadas por el voto de las mayorías, no tendrían
una especial preocupación por el tema. Ello no significa –lo admite– que “los jueces,
aislados de la censura de las mayorías, sean las personas ideales para decidir acerca
de esos derechos”. Pero tampoco existe “una razón a priori para considerarlos teóricos
políticos menos competentes que los legisladores estatales o fiscales de distrito”.
La clave de su análisis se basa en que “la equidad en el contexto constitucional
requiere que la interpretación de una cláusula sea penalizada si se basa en principios
de justicia que no tienen fundamento en la historia y la cultura norteamericanas, que
no han desempeñado ningún papel en la retórica del autoexamen y el debate nacional.
La equidad exige referencias a características estables y abstractas de la cultura política
nacional, es decir, no a los puntos de vista de una mayoría política local o transitoria
sólo porque éstas hayan triunfado en una ocasión política en particular”.
21 Ely, Democracy and Distrust, p. 254.
El contenido de la Constitución, para Dworkin, no puede definirse exclusivamente
acudiendo a ciertos principios de justicia, sino que debe interpretarse teniendo en
cuenta, también, principios de equidad y debido proceso, para poder dar cuenta, en
conjunto, de las tradiciones políticas y culturales de la Nación. Reconoce que el hecho
de tomar en cuenta principios de equidad política, debido proceso y justicia sustantiva
sólo “hasta donde sea posible”, implica “llevar a efecto estatutos que van en contra de
una justicia sustantiva”, pero lo admite como un sacrificio aceptable frente a la indeseable
alternativa de una interpretación discrecional de la Constitución.
Llegados a este punto, nos encontramos enfrentados a dos disímiles concepciones
acerca de cómo definir el contenido de la Constitución. Cada una de ellas alega
buenas razones para prevalecer sobre la otra.
En la medida en que alguna de ellas decida a su favor la disputa, habremos encontrado,
según parece, argumentos suficientes para justificar la relevancia moral de la
Constitución.
Por un lado, entonces, nos queda una propuesta según la cual el contenido de la
Constitución se refiere, exclusivamente, al establecimiento de un sistema de procedimientos,
justificados, en última instancia, en virtud de ciertos principios democráticos.
Por otro lado, nos encontramos con una propuesta que sostiene que la interpretación
del contenido de la Constitución no puede depender de manera exclusiva de
principios de justicia sino que, necesariamente, debe recurrir también a otros principios,
como los de equidad y debido proceso.
Intentaremos, a continuación, analizar algunas dificultades que pueden caracterizar
a esta segunda concepción.
h) La apelación a valores comunitarios. Los principios adicionales a los que
Dworkin recurre para interpretar el contenido de la Constitución, necesitan también de
una justificación adicional. Por ello, el autor inglés toma en cuenta otra idea, la de comunidad.
Dworkin sostiene que la mayoría de las personas piensan que tienen obligaciones
asociativas “por el solo hecho de pertenecer a grupos definidos por la práctica social,
que no necesariamente es una cuestión de elección o consentimiento”22. Y ella
sería la cuestión clave, habitualmente menospreciada por la filosofía política.
Normalmente, tales estudios se centran en los actos conscientes y deliberados,
sin tomar en cuenta que suelen ser más importantes las responsabilidades y compromisos
con la familia, los amigos, los compañeros de trabajo, etcétera. “No podemos
explicar la práctica general –señala Dworkin– si aceptamos el principio que ha atraído
a varios filósofos, de que nadie puede tener obligaciones especiales con ciertas personas
en particular, salvo en el caso en que elijan aceptarlas. La relación que conocemos
entre obligación comunal y elección es mucho más compleja, y una cuestión de
grado que varía de una forma a otra de asociación comunal”.
De tal modo, nos iríamos comprometiendo con ciertas obligaciones, aun sin darnos
cuenta de ello, y a medida que va transcurriendo nuestra vida. Son obligaciones
que se desprenden de relaciones fraternales y comunitarias.
22 Ely, Democracy and Distrust, p. 126 y ss., y 152 y siguientes.
A partir de tal situación, que Dworkin considera evidente, diseña un modelo ideal
de comunidad en razón del cual “poder luchar para mejorar nuestras instituciones en
ese sentido”. Su modo de interpretar el derecho en general, se vincula con las premi
sas descriptas. De ahí que pueda resultarle una irresponsabilidad pretender evaluar el
contenido de la Constitución recurriendo exclusivamente a principios de justicia.
Sin embargo, Dworkin reconoce también la otra cara de la misma afirmación. Ésta
es que, así como la vida en una “verdadera comunidad” genera determinado tipo de
obligaciones, así también es cierto que tales obligaciones no pueden ser aceptadas
por la exclusiva razón de ese hecho.
Así, pueden llegar a detectarse prácticas o responsabilidades que no se justifican
a partir de los mismos principios necesarios para justificar otras responsabilidades. En
el mismo sentido, admite que “aun las comunidades genuinas que cumplen varias de
las condiciones descriptas pueden ser injustas o promover la injusticia y producir de
ese modo (conflictos)... entre la integridad y la justicia de una institución”.
De todos modos (y a pesar de los problemas que el mismo autor reconoce), lo
cierto es que el balance entre principios de justicia, propios de la comunidad, y obligaciones
y prácticas también derivadas de ella, le permiten concluir con una propuesta
interesante. Con su visión del derecho como integridad, puede dar explicación a la
práctica legal, a la historia jurídica de la Nación. Pero también puede contar con un
armazón teórico coherente, capaz de justificar cierto tipo de soluciones a los hard cases,
y de proporcionar respuestas satisfactorias a los interrogantes que el Poder Judicial
habitualmente se plantea.
El punto al que llegamos es importante, pero no podemos permanecer en él sin
referirnos a algunos de los supuestos en que la teoría parece apoyarse.
Fundamentalmente, Dworkin discute la idea de que una persona no elige la comunidad
en que va a vivir, sino que nace en ella. Da argumentos para relativizar tal
afirmación, y poder hacer, así también, posibles objeciones a la valoración, que él implícitamente
hace, acerca de la vida en comunidad.
Sin embargo, Dworkin no analiza la objeción según la cual una persona tampoco
elige libremente la posición social que va a ocupar, desde que nazca, dentro de tal
comunidad. Por más que la movilidad social de la sociedad a la que hagamos referencia
sea alta, es obvio que el hecho de que una persona pertenezca desde su nacimiento
a una familia de escasos recursos económicos, implica para esa persona que toda
su vida, o buena parte de ella, sea destinada a revertir o disminuir los males de tal posición
de partida.
El problema se torna aún más serio, cuando advertimos algunos rasgos definitorios
de las sociedades en que vivimos. Así, por ejemplo, el hecho de que sus integrantes,
al mismo tiempo que hacen constantes esfuerzos para satisfacer sus necesidades,
o ampliar sus márgenes de autonomía, se preocupan por impedir que otros se apropien
de lo que han alcanzado, o puedan llegar a hacerlo.
Esto, de algún modo, nos remite a un cierto estado de naturaleza (para llamarlo
así), que parece diferir sustancialmente de aquel del que parte Dworkin. Porque las
prácticas legales del pasado que debo intentar rearticular en una construcción coherente,
son prácticas que provienen, por sobre todas las cosas, de una estructura social
no igualitaria. Son prácticas definidas, desde su inicio, por la desigualdad.
Cuando reconocemos la posibilidad cierta de que el origen de nuestras prácticas
se asiente en la desigualdad (tal como, p.ej., lo afirma Rousseau en su estudio acerca
de la desigualdad), y comprobamos que hoy, aun las democracias consolidadas registran
fuertes componentes de desigualdad, las razones para asignarle relevancia ética
a las prácticas comunitarias, se ven, al menos en parte, debilitadas.
Si consideramos que las instituciones que, de algún modo, preservan la desigual-
dad, son injustas, entonces, y en virtud de tales ideales de justicia, debemos reconocer
la primacía de las obligaciones de justicia por sobre las obligaciones comunitarias
(precisaremos enseguida algunos aspectos vinculados con esta cuestión). Es ésta, en
última instancia, la principal enseñanza que surge de la teoría de la justicia rawlsiana,
según la cual los derechos asegurados por la justicia a los individuos no pueden sujetarse
a ningún tipo de transacciones capaz de desvirtuarlos.
Lo cierto es que, pretender justificar la Constitución a partir de su contenido, también
parece ser una alternativa con muchos problemas, ya sea que tomemos en cuenta
una posición como la que defiende Dworkin, ya sea que consideremos una visión
restrictiva acerca del contenido de la Ley Fundamental, tal como pretende hacerlo Ely.
El problema, tanto en un caso como en el otro, se encuentra en un mismo punto,
dado por el papel desequilibrante que juegan los principios de justicia. En el caso del
“derecho como integridad”, cuando advertimos la relación de prelación de tales principios
respecto de la práctica (aun cuando sean principios intracomunitarios). En el caso
de que interpretemos a la Constitución como un catálogo de procedimientos, al advertir
que tales procedimientos se tornan irrelevantes si no logran pasar su test al ser confrontados
con principios de justicia.
Analizaremos otros aspectos de esta discusión, a partir de una posición defendida
por Neil Mac Cormick.
9. Constitución y democracia
La polémica entre las normas vigentes y las normas válidas, ha sido fácilmente
traducida en otra que contrapuso a la Constitución con la democracia, significando entonces
la democracia “un orden moralmente justo capaz de quitarle validez a la Constitución”.
Neill Mac Cormick planteó directamente esta cuestión, preguntándose: ¿es el
constitucionalismo antidemocrático?, ¿es la democracia anticonstitucional?, dilema
justamente que Dworkin intentó evitar, aun teniéndolo siempre presente.
Mac Cormick23, al replantear estos problemas, considera casos como los siguientes:
qué ocurriría en el caso de que una Constitución restrinja el derecho de voto por
causas raciales, o que proscriba determinadas ideologías o partidos políticos? Reconoce
entonces que, si se establece que “el modo más legítimo de tomar decisiones
políticas es mediante el pueblo como un todo, donde cada uno valga exactamente lo
mismo que otro, no está claro qué es lo que legitima la decisión de imponer límites a
cualquier tipo de decisiones que éste pueda tomar. No se explica, por ejemplo, por qué
los legisladores deben estar separados de los que ejercen el poder judicial en su nombre,
especialmente cuando es bien sabido por todos que las normas generales no
pueden decidir los casos particulares, y en consecuencia el ejercicio del poder judicial
necesariamente supone al menos una interpretación discrecional”.
23 Mac Cormick, N., Constitucionalismo y democracia, en “Anuario de Derechos Humanos”, 5,
1988/9, p. 374.
Así las cosas –se pregunta– porque el pueblo no tendría que ser su propio intérprete,
actuando con arreglo a las decisiones de la mayoría en los casos problemáticos,
según el antiguo modelo francés del référé legislatif.
Mac Cormick admite que, desde esta perspectiva, la democracia no precisa del
constitucionalismo y tal vez aun sea incompatible con él.
Sin embargo, ensaya una respuesta que, de algún modo, se acerca a la de
Dworkin. Dice entonces que la tradición constitucional ha servido en la realidad al desarrollo
de la democracia, al establecer las bases y las condiciones requeridas por ella.
De tal modo, quedan vinculadas la democracia y la Constitución que, hasta entonces,
siquiera parecían compatibles. La democracia precisa de la Constitución, concluye
Mac Cormick, y ello justifica cierta flexibilidad respecto de los principios puros o
abstractos.
Esta tesis, que parece ganar en la práctica la plausibilidad de la que carecía en
teoría, permite un nuevo intento de justificación de la Carta Fundamental. Un intento
que, si bien vuelve a apelar a razones consecuencialistas (“la democracia sólo funciona
donde hay alguna forma de orden constitucional bien establecido”), lo hace articulando
tales razones con otras vinculadas al tipo de contenido de la Constitución a la
que se refiere (que “impone límites a la mayoría y al igualitarismo absoluto” consagrando,
fundamentalmente, el principio de división de poderes).
De ahí que, aun cuando se reconozcan los defectos posibles de la Constitución,
se defienda su importancia por las buenas consecuencias que, respecto de la democracia
(justificada por sí misma) produce la obediencia y subordinación a dicha Constitución
(justificada ésta en virtud de principios democráticos). Se aceptan, entonces,
determinadas limitaciones provenientes de la Carta Fundamental sobre el gobierno
democrático (“una forma de gobierno difícil de instaurar y sostener”), en nombre de ese
mismo gobierno democrático.
El camino sugerido por Mac Cormick, que bien puede ser recorrido a partir de
ciertas ideas defendidas por el mismo Dworkin, intenta contener los peligros derivados
de una interpretación estricta de ciertos principios de justicia. La interpretación de Ely,
en cambio, parecería estar menos capacitada (si la llevamos hasta sus últimas consecuencias)
para justificar la preservación de la Constitución (¿qué pasaría, p.ej., si los
valores definidos por los poderes políticos contradijesen aun la estructura procedimental
de la Constitución?).
Básicamente, la estrategia de Mac Cormick consistiría en reconocer que la democracia
constitucional, “aunque sea una democracia imperfecta, reconoce bienes
fundamentales que no se derivan del concepto mismo de democracia, e insiste en que
los valores del gobernante demócrata debe sostenerse con estos otros bienes”.
Estos “otros bienes” (p.ej., la vigencia de la Constitución) sirven, en última instancia,
a la “única forma posible” de democracia; se vinculan todos con la preservación de
un determinado orden legal; y están destinados, finalmente, a evitar los riesgos de un
“desmantelamiento” de las instituciones sociales y políticas vigentes.
La tensión que se percibe entre la validez y la vigencia de ciertas normas, que es
la tensión entre “Constitución vigente” y “democracia ideal”, encierra una de las polémicas
más profundas en la historia del pensamiento filosófico. Para dar respuesta al
interrogante que motiva este trabajo, conviene que reconozcamos algunas raíces de
este conflicto y sus soluciones posibles.
10. Una digresión filosófica: dos visiones de la libertad
Charles Taylor menciona dos corrientes de pensamiento fundamentales como derivados
de la Ilustración francesa. Una primera, en la que se destaca en principio la
obra de Herder, reacciona contra las concepciones atomistas de la sociedad, que ven
al hombre como sujeto de deseos egoístas.
La reacción que encabeza Herder propuso una visión de la sociedad análoga a la
que puede tenerse respecto de una obra de arte, en donde cada una de las partes que
compone el todo encuentra significado propio únicamente en vinculación con cada una
de todas las demás partes.
La segunda corriente aparece más ligada a la concepción kantiana y representa,
para Taylor, una visión radical de la libertad. La idea central en este caso, es la noción
de autonomía, como equivalente a autodeterminación por la voluntad moral.
Taylor, como muchos otros autores, continúa la tradición hegeliana en nuestro
tiempo, más ligada a la primera de las corrientes que vimos. El esquema que lo guía
podría resumirse más o menos así: la libertad absoluta requiere homogeneidad porque
no puede tolerar diferencias que impidan que cada quien participe completamente de
las decisiones de la sociedad. Esa pretensión de homogeneidad implica la disolución
de las comunidades parciales, en donde el hombre se sentía incluido, para reemplazarlas
por una sociedad unificada en donde todos sean plenamente partícipes de las
decisiones que se tomen. Los hombres –considera– son desarraigados de sus tradiciones,
pero el papel que estas tradiciones jugaban no consigue un reemplazo eficaz.
De ahí que la libertad absoluta sólo pueda terminar generando vacuidad, y la vacuidad,
destrucción. Y esto es lo que decía Hegel en su Fenomenología del espíritu, cuando
afirmaba que a la libertad universal sólo le queda “la acción negativa; sólo es la furia
de la destrucción... Sólo destruyendo algo posee esta voluntad negativa el sentimiento
de sí como existente”24.
Para Taylor25 la libertad absoluta lleva al vacío, y éste al nihilismo. La solución
que propone a cambio es la de “situar la libertad”. El modo más efectivo para dar cumplimiento
a tal objetivo en una sociedad moderna es el de “recuperar un sentido de diferenciación
significativa, de modo que sus comunidades parciales, ya sean geográficas,
culturales u ocupacionales, una vez más puedan ser centros importantes de
interés y actividad para sus miembros, de una manera que los conecte con el todo”.
24 Taylor, Ch., Hegel y la sociedad moderna, Bs. As., 1983, p. 156.
25 Taylor, Hegel y la sociedad moderna, p. 227.
Esta revalorización de las tradiciones y obligaciones propias de una comunidad
(una “comunidad verdadera”), se asemeja fundamentalmente a la que Dworkin propone
en El derecho como equidad y es la misma recuperación de las tradiciones y prácti
cas comunitarias que Alasdair Mac Intyre propone en After virtue26, y que caracteriza a
la generalidad del nuevo pensamiento comunitario.
Frente a la anterior concepción descripta, que muestra una fuerte adhesión a las
ideas de comunidad, tradición, historia, normas vigentes, la otra, de raíz kantiana, pondría
su acento, en cambio, en ideas tales como las de libertad, derechos individuales,
autonomía, validez normativa, etcétera.
Los autores inscriptos dentro de esta corriente, por lo general, mostrarían su negativa
a limitar los derechos individuales en beneficio del bienestar general, la moral
social, las tradiciones, etcétera. Podrían decir, con Rawls, que los derechos asegurados
por la justicia no están sujetos a transacciones ni a regateos. Ni las soluciones
comunitarias ni las vinculadas con el utilitarismo se presentarían ahora como plausibles.
Pero, ¿qué propuesta, entonces, podría proponerse a cambio?; ¿debe aceptarse
el ideal de la libertad absoluta, aunque él nos arrastre a la destrucción?; ¿han de
desecharse las prácticas habituales, las tradiciones?; ¿debe ser admitido el liberalismo
individualista, rechazarse las normas vigentes en la medida en que no sean compatibles
con normas que sí consideramos válidas? Finalmente, ¿debe considerarse que la
Constitución es moralmente irrelevante si los principios que orientan nuestra conducta
son los que en verdad debemos considerar como parámetros?
11. La crítica al utopismo
La furia de la destrucción, el nihilismo, el terrorismo principista que atemorizaba a
Hegel no ha sido sostenido ni propuesto, en realidad, por ninguno de los autores a los
que el hegelianismo se contrapuso históricamente. Difícilmente alguien estaría dispuesto
a deshacerse por completo del orden público vigente, en nombre de ciertos
principios válidos.
Son muchas las razones que pueden darse en favor de un cambio progresivo del
derecho, como solución preferible ante la alternativa de su directo desconocimiento. En
muchas de tales razones no nos detendremos. No tomaremos, así, en cuenta, las razones
de tipo prudencial; ni nos ocuparemos tampoco de razones de tipo “estratégico”.
Sostendremos, en cambio, lo siguiente: dado que los principios de justicia no los
conocemos por revelación, y que sólo podemos alcanzar aproximaciones más o menos
confiables a ellos, a través de ciertos procedimientos, entonces, no podemos
concedernos la posibilidad de institucionalizarlos, autoritariamente, y no a través de un
paulatino proceso que, popperianamente, definiríamos como de “ensayo y error”. Si de
la justicia de las normas que aceptamos sólo existen presunciones (que pueden ser
muy fuertes), la aplicación de las normas válidas debe ser cuidadosa, y atenta a posibles
equivocaciones.
Karl Apel27 toma frontalmente la acusación de tipo hegeliana, según la cual autores
como él estarían propiciando “una exaltada idea anarquista cuya realización tiene
que convertirse en el terror y, finalmente, en la dominación totalitaria” (según la des
cripción que el mismo Apel realiza). Y para rechazar tal acusación recurre principalmente
a la distinción entre ética y utopía. Señala entonces que “al igual que la utopía
(la ética) parte de un ideal que ha de ser distinguido de la realidad existente; pero no
anticipa el ideal a través de la representación de un modo alternativo o contrapuesto
empíricamente posible, sino que considera al ideal como idea regulativa, cuya correspondencia
bajo las condiciones de la realidad... puede ser por cierto aspirada pero no
puede suponerse nunca que será plenamente alcanzable”.
26 Mac Intyre, A., After Virtue, 1984.
27 Apel, K., ¿Es la ética de la comunidad ideal de comunicación una utopía?, en “Estudios éticos”,
s. As., 1986, p. 179.
A pesar de la aceptación contrafáctica del ideal –agrega– debe mantenerse, como
decía Kant, la diferencia entre “la idea regulativa” y la realización “empíricamente
concebible” de ese ideal. Su individualización histórica, su concreción práctica, necesariamente
queda detrás del ideal normativo. Es sólo posible –para Apel– una realización
progresiva de aquel ideal. Así, “es necesario mantener siempre la relación de condicionamiento
recíproco entre instituciones y discurso”, pero tal necesidad “no contradice
el hecho de que la política responsable se encuentra, al mismo tiempo, bajo el principio
regulativo de una estrategia a largo plazo ‘de realización de las condiciones ideales’”.
En sentido semejante, Habermas se refiere a la necesidad de medidas institucionales
para que, al menos, “puedan alcanzarse en un grado razonable las condiciones
ideales previstas siempre por los participantes en la argumentación”28.
12. Principios y Constitución
En la discusión constitucional, puede distinguirse una situación refleja de la que
hemos descripto más arriba.
Según vimos, una justificación de la Constitución que se vincule, por ejemplo, con
ciertos principios democráticos, puede llevarnos a desconocer a la misma Constitución,
o a alguna de sus partes fundamentales, en virtud de aquellos mismos principios que
le dan sustento.
Argumentos como los que dan Apel o Habermas29, nos autorizarían a sostener,
en cambio, que tales principios básicos pueden constituirse en “ideales regulativos”
aptos para orientar sucesivas reformas institucionales, hasta reencontrar a la Constitución
(y a la estructura de poderes que de ella se deriva), con los fundamentos racionales
que hoy se le exigen.
En efecto, en esta época, como nunca antes, la exigencia de una fundamentación
racional parece tornarse una condición indispensable para que la Constitución (y el
derecho en general), mantenga su legitimidad, antes basada en otros factores (p.ej., el
de ser el producto de una “revolución triunfante”). El mero hecho de la fuerza, la coerción
o la costumbre no resultan, hoy, justificaciones aceptables para seguir sosteniendo
la validez de la Constitución.
28 Habermas, J., Ética del discurso, en “Conciencia moral y acción comunicativa”, Bs. As., 1985.
29 Habermas, Ética del discurso, p. 110.
Cuando admitimos como plausible la idea de mantener la Constitución, aunque
sometida a una profunda y progresiva reforma, lo hacemos teniendo en cuenta, además,
otros elementos. Fundamentalmente, le asignamos enorme importancia al hecho
de que la gente, de un modo u otro, tome en cuenta a la Constitución como base a
partir de la cual la sociedad se organiza y sus derechos como persona resultan prote
gidos. Este “tomar en cuenta” a la Constitución, aun teniendo sólo un conocimiento
vago de lo que en ella está escrito; este “tomar en cuenta” a la Constitución, con la certeza
de que a partir de ella los derechos de uno se encuentran amparados, parece
constituir un dato relevante. Ello, obviamente, no permite justificar de por sí el contenido
de la Constitución, pero nos otorga algunas razones adicionales para preservarla
en su rol actual.
13. Sobre las tareas que quedan pendientes
Reconocemos entonces, por un lado, el impacto positivo que la Constitución tiene
sobre la conciencia de los ciudadanos en general; y de ahí deducimos una importante
razón para seguir justificando el tener una Constitución.
Ahora bien, y por otro lado, este reconocimiento implica, solamente, una aceptación
condicional de la Constitución, en la medida en que ésta ya no es vista como última
instancia moral, sino como actualización de ciertos principios más básicos.
De ahí que la Constitución podrá considerarse en sí misma como valiosa, únicamente
en el caso de que ella responda, lo más adecuadamente posible, a tales principios.
Si, en cambio, el contenido de la Constitución fuese incompatible con esos mismos
principios, entonces, dicha Constitución no podría considerarse justificada.
Afirmado lo anterior, conviene aclarar de inmediato dos cuestiones. En primer lugar,
es necesario precisar mejor que cuando hablamos de principios, no lo hacemos
introduciendo arbitrariamente categorías respecto de las cuales la gente común es
ajena, sino que, por el contrario, intentamos con ello una aproximación correcta a lo
que, efectivamente la gente hace en la práctica. Según vimos, la ciudadanía, de manera
cotidiana, apela a principios para justificar, en última instancia, sus actos.
La cuestión es que, por distintas razones (desconocimiento de alguna información
relevante, apelar, como principio último, a algún prejuicio, etc.), alguno de tales
razonamientos puede ser incorrecto. Sin embargo, particularmente en el punto que
ahora nos interesa (el discurso jurídico en general, la Constitución en especial), no podemos
permitirnos tales vicios.
En tal sentido, sería inadmisible, por ejemplo, querer deducir, de entre los principios
que suponemos consensuados por todos (y por lo tanto forjadores del acuerdo
constitucional), principios racistas, para dar un caso.
Y aquí aparece, entonces, la segunda cuestión a la que queríamos referirnos. Ésta
es: ¿podemos ponernos de acuerdo respecto de cuáles son, por ejemplo, los principios
que la Constitución debe reflejar en su contenido? Discutir esta cuestión, y los
problemas epistemológicos con ella vinculados, excede las posibilidades de este trabajo.
Sin embargo, la respuesta a tal interrogante es decisiva para nuestro análisis. Con
algún atrevimiento, y antes de concluir, me animaría a aventurar que la respuesta a
dicha pregunta puede ser afirmativa, y estar vinculada a ciertos principios relacionados
con la autonomía individual y la libre elección y realización de los ideales personales.
También, y como última cuestión, parecería conveniente precisar que, cualquiera
fuese, en definitiva, el acuerdo sobre principios básicos que se considerara valioso,
dicho acuerdo debería reflejarse luego, necesariamente, dentro del texto constitucional.
Y que si efectivamente los entendimientos profundos sobre los que dicho acuerdo
se erigiese se vinculasen con ciertos ideales de autonomía y de autorrealización personal,
la Constitución merecería entonces una revisión muy sustancial. Especialmente,
cabría considerar si el esquema de procedimientos establecido actualmente en la
Constitución, favorece o bloquea el desarrollo de aquellos ideales.
Pero todos estos interrogantes correspondería analizarlos más detenidamente, y
por separado. Esto, si admitimos que continuar discutiendo este tipo de problemas,
implica bastante más que un mero ejercicio académico.
© Editorial Astrea, 2002. Todos los derechos reservados.
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