A partir de una anécdota de historia urbana, la proeza de un equilibrista que atravesó la distancia entre las Torres Gemelas, el irlandés Colum McCann propone, por medio de un apabullante elenco de personajes, un fresco social de la Nueva York de los años setenta
Por Jaime Arrambide Para LA NACION, ADN Cultura, sábado 12 de junio de 2010
Que el vasto mundo siga girando
Por Colum McCann
RBA / Del nuevo extremo
TRAD.: Jordi Fibla
480 páginas
$ 90
Carlos Alberto Da Silva
"Sucia, peligrosa e indigente." Así califica a la Gran Manzana el reconocido fotógrafo Allan Tannenbaum en su libro New York in the 70´ s. A principios de aquella década, Estados Unidos seguía hundido hasta el cuello en el lodazal de la guerra de Vietnam y sufría en su propio territorio las consecuencias de la crisis del petróleo. En la ciudad de Nueva York, cundían el abandono edilicio, la corrupción policial desembozada y el crimen sin freno. De noche, los alrededores de Times Square eran los dominios de proxenetas, prostitutas y traficantes de la más variada ralea, mientras que Central Park no era más que un sumidero de violadores y carteristas, punta del iceberg de una urbanidad quebrada por la miseria escandalosa que subía desde los guetos de Harlem, Tribeca y el Bronx.
Contra ese tormentoso telón de fondo, el escritor irlandés Colum McCann (Dublín, 1965) decide proyectar el relato de esta ambiciosa y muy lograda novela, Que el vasto mundo siga girando, que entreteje las vidas y las voces de una decena de personajes a partir de sus conexiones con un acontecimiento histórico que funciona como catalizador de toda la acción narrativa. Se trata de la espectacular proeza del equilibrista francés Philippe Petit, que el 7 de agosto de 1974 cruzó ilegalmente sobre una cuerda floja el abismo de 42 metros que separaba las Torres Gemelas. "Lo que más me interesaba -comentó McCann en una reciente entrevista- no era tanto Philippe Petit como la gente que lo miraba desde abajo, la gente que camina sobre esa especie de cuerda floja de nuestra vida cotidiana."
La novela abre cálida y tímidamente del otro lado del Atlántico. En una ciudad costera de Irlanda, dos hermanos adolescentes viven a cargo de su madre separada. Corrigan es un muchacho católico y sufrido de su época, que, influenciado por lecturas franciscanas y tercermundistas, ingresa en una orden monástica que lo envía como misionero a los barrios bajos de Nueva York. Su hermano Ciaran, un joven sin rumbo que durante la primera parte de la novela parece apropiarse de la voz del narrador -o incluso del lector-, se queda en Irlanda hasta que muere la madre, y luego va tras los pasos de su Corrie, a quien encuentra viviendo en una pocilga del sur del Bronx. No bien llega, advierte azorado que su hermano, misionero y sexualmente abstemio, ha intimado con las prostitutas que hacen la calle frente a su ventana: la puerta del departamento debe permanecer sin llave, día y noche, para que las mujeres puedan entrar a usar el baño para orinar e higienizarse. El monje vive prácticamente de la caridad. Es una especie de buscavidas espiritual que conduce a Ciaran por la topera sin fin del submundo neoyorquino y deslumbra al recién llegado con los neones cortantes de una urbe desastrada. Llegamos así a la jornada en que Petit consuma su hazaña a más de 400 metros de altura, pivote narrativo que abre el juego a una seguidilla de nuevos personajes. El transgresor equilibrista debe comparecer ante el juez Solomon Soderberg, quien, ansioso por ocuparse del caso más mediático del momento, desestima sin dilaciones una denuncia de hurto contra Jazz y Tillie, madre e hija prostitutas. Amigo de ambas, Corrigan las lleva en su camioneta de vuelta a casa, pero en el camino sufren un accidente que cambiará sus vidas y las de los demás implicados. Del otro lado de la ciudad, en su acomodada residencia de Park Avenue, la esposa del juez Soderberg se une a las protestas de un grupo de madres cuyos hijos han muerto en Vietnam, en un intento por hacer frente a su inconsolable pérdida. Capítulo tras capítulo, y con éxito dispar, estos y otros personajes asumen la primera persona del relato, que los conduce con compasión inexorable hacia un final inspirador, en una atmósfera de reconciliación universal donde todo parece encontrar su lugar. La alegoría que sobrevuela esta ficción nos lleva desde las alturas del malogrado World Trade Center, entonces emblema del incipiente y todavía soterrado poderío financiero norteamericano, a los bajos de las autopistas y los puentes de la ciudad, donde la marginalidad era la regla. Pero al igual que James Joyce, su coterráneo, McCann imagina un descenso espiralado -no en picado- y en las órbitas que describe su relato nos topamos con personajes de una humanidad conmovedora y por momentos apabullante.
Que el vasto mundo siga girando, novela que en el año 2009 mereció el National Book Award en la categoría de ficción, se destaca por su inusitada capacidad para conjurar imágenes. Por eso, serán seguramente los amantes del cine neoyorquino de la década de 1970 quienes identifiquen más fácilmente este ambiente viciado y a la vez candoroso que se supo descubrir en las películas de John Cassavetes o del visionario John Schlesinger, con su Midnight Cowboy (Perdidos en la noche), de 1969. De todos modos, y más allá del imponente fresco social de una ciudad que ya había sepultado la dorada Camelot de los Kennedy bajo una montaña de hipodérmicas de heroína, la novela de McCann parece también emparentada con ese renovado interés espiritual -incluso religioso- que atraviesa algunas películas de factura más contemporánea, como Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, o su precursora, Ciudad de ángeles (1993), de Robert Altman, basada en textos de Raymond Carver. En McCann, sin embargo, la diferencia superadora consiste en ceñirse a un realismo implacable, que no necesita recurrir a cataclismos de proporciones bíblicas que premien, castiguen o sacudan la adormecida conciencia de los humanos. Le basta con una mínima anécdota de historia urbana, un hombrecillo en vilo a 400 metros de altura, para tomar el pulso del alma de una ciudad y modificar el decurso vital de sus habitantes.
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